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Muerto de sobredosis. Pueblo Nuevo. Ninguna referencia concreta. Ni un nombre. Ni iniciales. Alejó la tentación del pensamiento excesivo, pero Biscuter, casi en la puerta del despacho, le devolvió todo lo que había vivido dos noches atrás, detalle a detalle.

– Jefe, el inspector Contreras ha enviado a uno de sus chiquillos.

Quiere verle. Por si acaso me han estado sonsacando, con el aliento en la nariz, es decir, con malos modos, jefe, que para esta gente uno siempre es el que tienen en la ficha, en ese fichero que llevan tatuado en los cojones, porque de los cojones les salen las fichas, jefe. Y mister Brando, perdón, jefe, el señor Brando, que está muy mosca, que quiere rescindir el contrato, que no sabe nada. Y Charo, jefe, la señorita Charo que dice que usted se enterará de todo por carta.

– ¿De qué me voy a enterar yo, Biscuter?

– De lo que vale un peine, me ha dicho la señorita Charo, que sólo hace que llorar y gritar.

– ¿Los de Contreras que querían? ¿Por qué tanto acoso?

– Me han hablado de un griego.

Del griego ése. Yo no he dicho ni mu. ¿Es verdad que ha muerto?

– Es posible. Llama a mister Brando y dile que estoy en lo suyo, que estoy atando cabos. ¿No ha llamado nadie más?

– No.

– ¿No te has movido de aquí?

– No. Ella no ha llamado.

Ella no había llamado, hasta Biscuter sabía de qué mal se estaba muriendo, y bien para aplicarse una cura de urgencia, bien porque necesitaba distanciar todo lo ocurrido, Carvalho recuperó las notas del caso Brando y tras aquel ángel desnudo ensartada en la verga de un viejo reaparecieron los rostros de su padre, de su madre, el gimnasta y la cara vacía del hermano virtuoso, aposentado y bíblico. Hacía una excelente mañana para entrevistarse con hermanos bíblicos y buscó entre sus notas la dirección de José Luis Brando, director gerente de Ediciones Brando, S.A.

– Es un traidor que quiere vender la empresa al capital extranjero.

Le había advertido el padre.

– Tiene dos cerebros. Uno en lugar del corazón y el otro en el sitio normal.

Le había advertido la madre.

La editorial era de nueva planta, parecía fruto del diseño de un arquitecto importante y tenía tanto zaguán que allí podrían almacenar todos los libros que Fuster hubiera podido leer a lo largo de una vida y todos los que Carvalho hubiera podido quemar en el mismo periodo. Las muchachas de la recepción iban vestidas de azafatas de nave en el espacio y las puertas de cristal se deslizaban como si flotaran en una burbuja ingrávida.

Aquí y allá aparecían fotografías gigantescas de los autores de la casa con el rostro granulado por la retícula desmesurada y Carvalho sólo reconoció algunos rostros impuestos por su memoria o por los medios de comunicación. Le pareció reconocer a algunos autores que habían pasado por su chimenea crematoria y no tuvo el menor asalto de remordimiento. Al fin y al cabo había comprado sus obras. La muchacha que le atendió tenía cierta dificultad en modular las palabras, tal vez a causa de un exceso de maquillaje, pero el sentido de lo que quería transmitirle lo expresaba mejor el desdén de una mirada que ni siquiera se molestaba en discernir si Carvalho era un hombre o un esturión descarriado. El señor Brando no estaba. Como Carvalho no aceptara el veredicto, lo corrigió. El señor Brando no estaba para nadie. Nadie era Carvalho. El interfono cambió la respuesta en cuanto la muchacha le comunicó la última ocurrencia de Carvalho.

– Aquí hay un señor que dice que van a detener a su hermana.

Un breve silencio y finalmente el inevitable "que pase". Carvalho notó de pronto como si algo o alguien le infiltrase una dosis de miedo en las venas. Diez años atrás habría ido en pos de su mentira, con el cuerpo dispuesto a hacer frente a cualquier agresión.

Ahora temía vivir en un constante desfase entre la forma y el fondo, como si su cuerpo y su espíritu ya no se responsabilizaran de su musculatura para hacer frente a la violencia ajena. Te haces viejo, se dijo, y no era el mejor estado de ánimo para ponerse ante aquel hombre joven, atlético en casi todos los sentidos de la palabra.

Situado al fondo de un salón inacabable, tras una mesa tres veces más cara que la de su padre. En la pared colgaban fotos de los Brando, dedujo Carvalho al comprobar que dos hombres antiguos precedían una foto bastante reciente del primer Brando que había conocido.

Un negocio familiar ahora regentado por el heredero en ciernes.

– Su padre…

– Si empezamos por mi padre ya puede marcharse…

– Su madre…

– Lo mismo digo.

– Su hermana.

– ¿Qué pasa con mi hermana?

Toda fortaleza tiene su brecha de entrada. Carvalho le contó la historia de la redada y aquel joven tan moderno que parecía una caricatura de yuppy ni se inmutó. Le dejó hablar y se instaló en un progresivo fastidio.

– Pero ¿qué viene a contarme?

La historia de la detención la conozco porque fui yo quien movió los hilos que pusieron a mi hermana en la calle.

– Su padre dice que fue él.

– Él se limitó a ir a buscar el paquete. Yo hice todos los trámites previos. Una editorial como la nuestra tiene muchas relaciones.

No hay tipo importante que no aspire a publicar algún día sus memorias en nuestra casa, es la que mejor paga y la que mejor vende.

Acabo de contratar una "Autobiografía de Franco".

– ¿A Franco?

– No. A un escritor rojo, rojísimo: le he puesto sobre la mesa un cheque, no voy a decirle por cuánto, y todos sus prejuicios se han hecho añicos. Me ha pedido libertad de tratamiento, la que quiera, luego ya vendrán las rebajas antes del segundo cheque.

– ¿Siempre hay un segundo cheque?

– Es el mejor sistema. Un cheque para comprar y otro para matar.

Lo siento pero usted no tiene nada que venderme.

Carvalho se calló y le aguantó la mirada.

– No siempre se vende lo que se hace. A veces se vende lo que no se hace.

Brando Jr. repitió la frase de Carvalho mentalmente y le dedicó una mirada de interés.

– Yo tengo mi deontología profesional, señor Brando. Consulte usted entre las gentes del oficio, incluso entre los policías, algunos me odian, y le dirán que soy fiel a mi cliente hasta el final aunque el cliente me parezca un miserable.

En ese caso todo termina cuando le entrego mi informe y le dejo entender que me parece un miserable.

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