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– Pero eso a nuestro anunciante no le interesa y al público tampoco.

– Serás mía.

Proclamó el muchacho insultado mientras trataba de abrazar a una rubia alta y delgada. El director bebía directamente de una botella de Coca-Cola de litro que dejó sobre la plataforma, con cuidado, para que no se le alterara el contenido ambrosiaco. Repartió gritos e instrucciones por los cuatro puntos cardinales y se repitió la escena. A Carvalho le pareció exactamente igual que la anterior, pero el director estaba entusiasmado por el resultado.

– Por fin. Os ha costado, pero lo hemos conseguido.

La unidad de grupo quedó rota por el cansancio y las ganas de marcharse a casa. Maribel se puso un abrigo ligero sobre el traje de hurí y corrió hacia los recién llegados forzándoles a seguir su caminar y a saltitos sobre los zapatos de tacón. Salieron a la alta noche y Claire trataba de ponerse a la altura de la mujer mientras le preguntaba por la enfermedad de Alekos.

– Si quieres que te diga la verdad no lo sé muy bien y prefiero no saberlo. Era un tío muy majo y de pronto empezó a perder, perder.

No quiero asustarte, pero prepárate para un espectáculo que no te gustará.

Salieron del laberinto a la calle donde insistía el protagonismo de los gatos y las ratas. La modelo abrió la puerta del almacén vecino a Skala y se adentraron en un ámbito que parecía haber sido depósito de material de la construcción. Se acercó a la tapia lateral izquierda y señaló el escalonamiento de restos de baldosas.

– Subiendo por aquí llegáis al borde del muro y es fácil saltar al otro lado, porque también allí hay restos abandonados. Tal vez al señor le cueste más.

Señalaba a Carvalho y la ironía llegó tarde para desagriar la respuesta del detective.

– Aún no me ceden el asiento en los autobuses.

– No quería molestarle.

– ¿Usted no viene?

Preguntó Lebrun.

– No. No puedo. Me esperan mis compañeros y yo no he traído coche, pero ahora les resultará fácil. Busquen con paciencia. Esto es muy grande y a ellos les gusta esconderse.

Besó las mejillas de Claire y se dejó retener por los brazos de la muchacha.

– ¿Tan mal está?

– No lo sé, parace estar muy mal. La verdad es que hace días que no se acerca por el bar de la plaza y Mitia es muy huidizo, como si no quisiera hablar con nadie.

Lanzó un beso con los dedos a Carvalho y Lebrun y se marchó por donde había venido, como una muñeca tintineante engullida por la noche.

Lebrun parecía preocupado por la faceta gimnástica de la expedición.

– ¿De verdad quieres ir ahora, Claire?

– ¿Cuándo, si no?

– Mañana, temprano. Esto me parece especialmente macabro. No se ve ni una luz. ¿Cómo vamos a buscarlo? ¿Palpando?

– Tengo una linterna de bolsillo.

Avisó Carvalho.

– Aunque no hubiera linterna de bolsillo. He esperado este momento durante meses. Necesito terminar esta historia, ¿no lo comprendes?

¿Acaso tú no la necesitas terminar también?

– Tranquila… vayamos.

Claire retenía a Lebrun cogiéndole una manga con una mano.

– No digas nada, no hagas nada… ¿entiendes? Todo según lo convenido.

– ¿Todo?

– Todo.

Ahora miraban a Carvalho como si les estorbara, pero apreciaron la linterna en su mano y se resignaron a su compañía. Fue ella la primera en trepar y asomarse al patio del almacén vecino.

– No es tan fácil.

Advirtió desde su posición.

– Deberías saltar antes tú o el señor Carvalho.

Los dos hombres llegaron hasta su altura y la linterna de Carvalho descubrió un salto de más de tres metros, apenas suavizado por un fondo de cajas de cartón amontonadas al pie de la tapia.

– Yo soy bastante elástico.

Informó Lebrun. Cabalgó sobre el borde de la tapia, lo asió con las dos manos y dejó caer el cuerpo hacia el otro lado, balanceándose desde el sostén de las manos y buscando con la punta de los zapatos un punto de apoyo para preparar el salto de espaldas. Por fin pareció encontrarlo, se dio impulso con los riñones, soltó las manos y se dejó caer. La linterna lo descubrió sentado sobre las cajas de cartón.

Si se había hecho daño, su rostro impasible no lo demostraba.

– Es su turno, Carvalho.

Pidió Lebrun y Carvalho repitió los movimientos del francés.

El borde de la tapia era de arenisca dura que le despellejó la palma de las manos en cuanto trató de aferrarse a él para soltar el cuerpo hacia el vacío. Le dolían las manos y había sentido una sacudida dolorosa en los sobacos, por lo que se soltó más por huir del dolor que para terminar el movimiento iniciado. Lebrun le dio un empujón suave y amortiguó su caída y Carvalho se encontró perniabierto y sacudido por el golpe sobre un colchón insuficiente de cajas de cartón podridas. Se puso en pie con el cuerpo dolorido y se situó junto a Lebrun para recibir a Claire. La linterna descubrió dos piernas desnudas, bien llenas, como badajos de la campana de la falda y la muchacha cayó como un paracaídas sobre los cuatro brazos de los hombres. Nunca la había tenido Carvalho tan cerca y recibió el impacto de carne prieta y aroma de patria al amanecer que sus ojos habían presentido desde el primer momento que la vio y que ahora había podido comprobar, palpar, sentir entre sus brazos, en aquel abrazo funcional compartido con Lebrun que se despegó del grupo en cuanto Claire estuvo segura. En cambio Carvalho retuvo el abrazo y la cara de Claire se levantó hacia sus ojos. No era de ironía ni de promesa, su mirada. Tal vez de sorpresa y también de amable disuasión. Luego recuperaron el movimiento descendiendo por la loma de cartón. La mujer abrió la marcha hasta que se metieron en la única e inmensa nave que ocupaba casi la totalidad del solar. Entonces Carvalho empuñó la linterna y les precedió ofreciéndoles con la luz el relato de todos sus descubrimientos dentro de aquel ábside industrial que en la oscuridad parecía revestido de la ambigüedad de una iglesia románica sumergida. A pesar de que el edificio era una unidad, estaba muy compartimentado y recorrieron habitaciones preparatorias de usos que desconocían, pero en su búsqueda adquirían el sentido de morosa iniciación de su hora de la verdad. Balas de tejidos sucios, de borras y de cordeles, papeles de contabilidades ya inútiles, calendarios de comienzos de los años sesenta, lámparas de metal sin bombilla, cables eléctricos trenzados, damajuanas destapadas y obscenas cubiertas de polvo y telarañas, animales furtivos corriendo hacia las más ocultas oscuridades y el haz de luz como una pluma estilográfica escribiendo un inventario de ruina y naufragio.

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