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El hermoso esqueleto de mujer vestida de hurí corintio removió suavemente el aire a su alrededor invitándoles a que siguieran a la troupe de máscaras. Hablaban y reían como jóvenes desnudos, pero iban vestidos de actores de spot publicitario sobre perfumes. Por delante las huríes, los caballeros riendo y contorsionándose bajo las constelaciones de Icaria detrás, inmediatamente detrás, y Claire que les secundaba como una obsesa y tras ella Carvalho que la seguía como un obseso y cerrando la marcha el desganado príncipe experto en padres populares y en apocalipsis.

Pasaban por un imaginario desfiladero, a la izquierda el decorado de viejas casas vecinales donde todo estaba muerto o dormido, a la derecha construcciones semiaban-donadas, almacenes o edificios ambiguos bajo la luna, a manera de obstáculos para impedir ver las obras olímpicas y el mar podrido que a aquellas alturas recibía la mayor parte de aguas residuales de Barcelona filtradas por la piedad insuficiente de las depuradoras.

Avanzaban hacia la escenografía industrial obsoleta, un frente de formas que la noche hacía caprichosas: naves triangulares unidas como hermanas siamesas, chimeneas combadas por calores perdidos, torres de hierro con todos sus óxidos ennoblecidos por el contraluz lunar, árboles asomados a las tapias erosionadas, definitivos vencedores del cerco fabril, vegetales cabelleras oscuras de la naturaleza aprisionada presintiendo el asalto implacable del bulldozer.

Al cortejo sólo le faltaba un violinista viejo y una puta gorda de Fellini, pensó Carvalho y se lo dijo a Claire, pero no retuvo su obstinado avance hasta que los modelos se detuvieron y quedaron esperándoles. El hermoso esqueleto forrado de color corinto tenía la voz demasiado aguda, pero no era cuestión de ponerle reparos mínimos.

– Aquí trabajamos nosotros.

Unos doscientos metros más allá hay una fábrica abandonada que se llama o se llamaba… no me acuerdo… verán unas letras, un rótulo de cerámica azul, muy bonito, semidestruido, no están todas las letras y por eso no me acuerdo de su nombre. Pero alguien ha pintado en la tapia, junto a la puerta, Skala. Allí pueden encontrar a Alekos.

Les había incluido a todos, pero sus ojos permanecieron fijos, cómplices, compadecidos en Claire.

Recibieron a cambio una de las mejores sonrisas de la muchacha y la inclinación de cabeza de Lebrun. La comparsa desapareció tras un portón de hierro que se dejó abrir protestando como las mejores puertas de las mejores películas del conde Drácula y los tres expedicionarios se quedaron solos ante la perspectiva de una calle abandonada a los gatos y a las ratas. Fue Claire la primera en llegar ante la puerta y alzó una mano como para acariciar una por una las letras que componían la palabra Skala. Pero la dulzura del gesto fue sustituida por la indignación crispada del cuerpo cuando comprobó que la puerta estaba cerrada. Se quedaron los tres antes los muros de la ciudad anhelada y de momento prohibida. Las tapias eran altas y la puerta no mostraba la menor quiebra.

– Esta cerrada y bien cerrada.

– ¿Desde dentro?

– Es imposible saberlo.

Ya se disponía la muchacha a empezar a gritar el nombre de Alekos mientras sus pies daban impacientes patadas a la puerta, cuando Lebrun la retuvo por un brazo.

– Calma. Tal vez no quieran ser encontrados. Igual es todo mucho más sencillo. Lo importante es saber cómo se entra aquí.

Nuestros amigos los modelos deben saberlo. Volvamos atrás, se lo consultamos y volvemos.

– Id vosotros, yo me quedo aquí.

– No es conveniente que usted se quede sola aquí

– Sé cuidar de mí misma.

– Es cuestión de diez minutos.

Volvamos atrás y regresaremos en seguida, si es que encontramos una solución o una respuesta.

– Está dentro, presiento que está dentro, presiento que se ha encerrado desde dentro.

Pero les siguió para encontrarse otra vez ante todas las posibilidades de un laberinto de avenidas con rieles entre vegetaciones, a la sombra lunar de naves fabriles tenuamente iluminadas por secretas actividades interiores. Vagonetas oxidadas y varadas, cables colgantes desde donde no podía adivinarse, muebles de oficina rotos o desguazados bajo cobertizos de uralita, un Citro6n pato Stromberg sin ruedas y sin motor, cajas de cartón amontonadas según un orden arquitectónico, ablandadas por el tiempo y convertidas en una montaña blanda y blanquecina y una música lejana de concierto rock en sordina prometía un fin de fiesta después de un recorrido por aquellas cajas cerradas a las que conducían los raíles momificados y ennoblecidos por los jaramagos. Abría camino Carvalho y se introdujo en una de las naves tras vencer la resistencia chirriante de una portezuela de zinc. A la luz de los reflectores complementarios que colgaban de los cielos y abrían sus bocazas de luz desde el suelo de cemento, un grupo de muchachas ensayaba un ballet evidentemente moderno, porque se movían como si se estuvieran burlando de su propio esqueleto y la música sonaba a serrucho sobre cable de teleférico. Dirigía sus movimientos una mujer pequeñita y gorda, pero dotada de una elasticidad de chicle, a la vista de cómo se retorcía y plegaba sobre sí misma cuando corregía los movimientos de los bailarines. Ni rastro de los modelos de spot, ni ocasión de preguntar por ellos hasta que la directora se cansó de masticarse a sí misma y dio cinco minutos de descanso. Reparó entonces en ellos y dijo que no con las manos antes de ponérselas sobre el rostro.

– ¡Ya he avisado que nada de fotografías! Todo está demasiado verde.

– No venimos a hacer fotografías. Buscamos a un grupo de modelos.

Advirtió Carvalho.

– ¡Un grupo de modelos! Y luego te sacan las fotografías donde menos te lo esperas.

– Insisto en que buscamos un grupo de modelos. O tal vez no sea necesario encontrarlos. En realidad buscamos a un griego.

– Los modelos ya se han convertido en un griego.

– Admiro su trabajo pero no soy un fotógrafo. Insisto, buscamos a unos modelos que saben cómo llegar hasta un griego. Unos metros más abajo hay otra fábrica abandonada, parecida a ésta y dentro puede estar nuestro amigo, pero la puerta está cerrada, quizá por dentro; tal vez usted sepa cómo entrar, si hay alguna puerta lateral o si se comunica con otra finca.

– Yo no salgo de estas cuatro paredes. Ni conozco a ningún griego. Por ahí andan los modelos de los que habla. Pero ni me interesan ni me… ¡oiga! ¿Qué está usted haciendo?

Una secreta lógica había inducido a Claire a sacarse una pequeña máquina de fotografiar del bolso y destruir el precario equilibrio psicológico de la coreógrafa con un flash que sonó como una provocación. Lebrun reía sin contención y Claire dedicaba a la indignada mujer una de sus sonrisas más encantadoras.

– ¡He dicho que no quería fotografías!

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