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Musitó Remei como si quisiera guardarse el nombre en un secreter de su memoria.

– Me gustaba mucho un cantante griego que se llamaba Alekos Pandas. Cantaba en el festival del Mediterráneo. A comienzos de los años sesenta, cuando yo era joven.

¿Dónde estaba usted en el verano de mil novecientos sesenta y dos?

– En la cárcel.

– ¿Por chorizo?

– Comunista. Pero luego maté a Kennedy y con los años senté la cabeza.

– Usted nos falta en nuestra fiesta.

Gritó Dotras que lo había escuchado todo sentado en las alturas de un andamio desde el que pintaba el norte de una inmensa tela.

– Venga esta noche. A veces vienen griegos y a veces vienen mohicanos. Siempre son los últimos griegos y los últimos mohicanos.

Se bebe "garrafones" de vino de Alella y se fuma kifi inocente, kifi de recluta de los años cuarenta. Eso es todo. En esta casa no se pincha nadie y no hay prejuicios raciales contra los griegos, ni contra los turcos. Esta noche cantarán mis hijos, Los Musclaires, y mis otros hijos, los normales, traerán a las señoras y a los niños y "panellets" y moscatel, porque se acerca Todos los Santos y el Día de Difuntos. ¿Tiene usted el SIDA?

– No creo.

– En esta casa no entra nadie que tenga el SIDA.

– Nadie.

Reforzó Remei al tiempo que recuperaba el teléfono y su propio tiempo y espacio.

– ¿He de traer algo para la fiesta?

– Amigos, a usted mismo, dos mil pesetas por cabeza y alguna botella de algo que pueda sorprendernos.

– ¿Qué le parece un whisky Knockando veinte años?

– Amigo, si usted trae eso le daremos un tratamiento de zar.

Carvalho salió del laberinto de callejas y tras recorrer cuatro cabinas telefónicas inutilizadas, consiguió dejar un recado en el Palace. Citaba a Claire y Georges a las diez en Casa Leopoldo, con la previsión de un largo fin de fiesta en el estudio de un pintor coleccionista de griegos.

– Insista en lo de coleccionista de griegos.

Advirtió al recepcionista que le tomaba el aviso y se predispuso a matar lo que le quedaba del día lejos de cualquier posibilidad de enturbiarle la esperada emoción del encuentro con mademoiselle Delmas.

Pasó por el despacho por si algo o alguien había quedado atrapado en la tela de araña telefónica de Biscuter.

– Mister Brando ha llamado varias veces preguntando por usted.

– ¿Por qué le llamas mister?

– Con un apellido como ése ¿cómo le voy a llamar?

– "Mister Brando". Dudó entre darse por llamado o ignorar al padre perseguidor, pero poco podía aportarle como balance de lo que no había hecho. Le molestaba cuanto pudiera interferirse en su relación con Claire, con los griegos, pero tenía horas muertas por delante y se fue a por el primer contacto lógico en el rastreo de las alevosías y nocturnidades de la joven folladora de hombres perdidos sin collar. De tal palo tal astilla, quizá la madre fuera la portadora de los cromosomas de la amoralidad, en la duda de que el padre hubiera aportado algo a la criatura. El gimnasio estaba rodeado de Opels Kadett y de Volvos blancos. Sin embargo no había nadie de la recepción y Carvalho pudo llegar hasta un inmenso cristal que ocupaba media pared, ventanal a un salón donde una veintena de mujeres en maillots de diferentes colores trataban de obedecer las órdenes de la monitora. A pesar de que había cuerpos notables y otros de una mediocridad deprimente teniendo en cuenta la marca de los coches de sus propietarias, era inevitable que la vista del mirón se pegara a la monitora, un cuerpecillo cincuentón y fuerte, rematado en una melena teñida de platino y lacia, como un penacho sobre una cara de arpía. De sus labios salían ferocidades, diminutas y grandes.

– Tú, Merche, ese culo, que es más que un culo… ¿Pero a ti qué te pasa, Pochola, eso es un brazo o un muñón?… A ver, esa cara al aire y respirar como si el aire fuera gratis, coño…

Ni la menor rebeldía entre las súbditas.

– Lula, que esto es una clase de gimnasia, no de meneo…

Sufrían tanto muscularmente que las palabras les parecían una compañía grata. La monitora se limitaba a marcar el primer ejercicio y luego paseaba entre sus víctimas dándoles golpes con una varita en las zonas del cuerpo en peor estado o en deserción con el ejercicio predeterminado. En uno de sus recorridos la monitora vio a Carvalho tras el cristal y le gritó:

– ¡Proveedores los miércoles y pagos los veinte de cada mes!

Y dio la vuelta segura del resultado de su consigna, pero cuando en un segundo viaje descubrió a Carvalho en el mismo sitio tiró la vara al suelo con indignación y se fue a por él, momento aprovechado por las sufrientes para romper filas, descomponer el gesto y algunas hasta venirse al suelo en busca de sus frescuras y de la patria propicia de tan dura cama.

En éstas ya tenía encima Carvalho a la monitora y optó por salir a su encuentro para frenarla. Poco acostumbrada a no trasmitir terror, la mujer quedó algo desconcertada cuando Carvalho se inclinó reverente sobre su mano más cubierta de anillos e insinuó un besamanos que no llegó a producirse, porque no estaba entre los planes de Carvalho y porque ella retiró el apéndice amenazado como quien huye de una salpicadura de aceite caliente.

– ¿Pero es que no se me oye?

– ¿La señora Brando?

– La señora ¿qué?

No eran las palabras en sí sino el tono lo que instó a Carvalho a proponerle pasar a un lugar más íntimo, propuesta a punto de ser desatendida entre vociferaciones hasta que la mujer vio que sus clientes, de súbito recuperadas de su cansancio, se agolpaban contra el cristal disputándose la platea de la tragedia. Bastó una mirada llena de megatones para que las gimnastas volvieran a su posición de partida y luego un gruñido le sonó a Carvalho como invitación para seguirla. El despacho al que desembocaron no tenía más elemento curioso que un hombre sentado en una silla de ruedas que jugaba a las cartas contra sí mismo ante una mesa camilla. La mujer deslizó una caricia sobre la cabeza del hombre que apenas les hizo caso y se situó tras una mesa llena de papeles como si fuera un parapeto. Todas las facciones se le caían menos la lengua, en una clara demostración del fracaso de tantos maquillajes compensatorios de largos años de mal casada.

– ¿Qué quiere ese borde de Brando, ahora?

– ¿Suele ver usted a su hija?

– Suele verme ella a mí, cuando necesita dinero. Y sobre todo a ese desgraciado, que le suelta lo que sea.

El desgraciado volvió la cabeza. Conservaba la sonrisa del día en que quedó veintiséis o veintisiete en el Campeonato del Mundo de gimnasia masculina.

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