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»Mi amor por Carlota bajó de grado, pero no mi adicción por su cuerpo, por sus caricias, la chispa de su contacto. Seguí acudiendo a mi adicción, pero sin el velo que la mejoraba antes. Me refiero a mis sueños sobre su vida como perteneciente a mí y a su propia ilusión de pertenencia que al menos un tiempo construyó conmigo. Empecé aquellos días mi primera encomienda de historiador, que fue un puesto de auxiliar en la edición de la historia de Bernal Díaz sobre la conquista de México. La paleografía de sus primeros capítulos, como usted sabe, me llevó a la visión de la conquista de América como una empresa de riesgo, y al libro posterior que fue mi primero, sobre los intereses particulares en la conquista de América. Al mismo tiempo recibí del despacho mis primeros casos grandes, entre ellos la defensa civil del coronel en activo que atentó contra la vida del último general presidente del país. La justicia militar condenaba a muerte al coronel, pero la justicia civil no podía condenarlo sino a la pena correspondiente a homicidio en grado de tentativa. Se planteaba un litigio de fondo entre dos órdenes legales contradictorios, el de los ordenamientos militares que se continuaban casi intactos de su origen colonial, de fueros feudales, y el del orden constitucional moderno, donde la pena de muerte había sido abolida. Los delitos de lesa majestad, traición a la patria y otros sacrilegios del absolutismo, habían sido convertidos en delitos seculares con penas comparativamente leves que excluían por igual la ejecución y al verdugo. Eran los tiempos finales de la Segunda Guerra Mundial. Palabras como traición, enemigo, sacrificio y lealtad gobernaban las emociones de la época. Con la seguridad de que perdería la disputa contra la pena de muerte, me fue encomendado aquel asunto de extraordinaria relevancia. El país pasaba en esos días del último presidente militar al primero civil y debía civilizar sus leyes. De modo que en los tiempos en que se rompió el cascarón de mi amor por Carlota, con grandes heridas luego de grandes placeres, tuve mis primeras salidas al mundo adulto en mis dos profesiones, la abogacía y la historia. Salidas quijotescas, a no dudarlo, a las que me entregué con ánimos de conquistador, tal como leía en Bernal, pero con la certidumbre de que la verdad o la justicia última no existían, de modo que podía perderse la inocencia, como yo la perdí en el baño de Carlota, sin perder el amor o al menos el deseo del bien perdido. Este es un aprendizaje fundamental para el abogado litigante: debe jugar con pasión y perder con elegancia sin poner en ello su alma, tal como yo había dejado de ponerla, sin dejar de poner el fuego, en el lecho de Carlota Besares.

»De la mano de esas otras dos mujeres, la historia y la abogacía, fui separándome, lo mismo que un amante infiel atraído por mejores viandas, del banquete de Carlota. Pero seguía acudiendo a él, hambriento como ratón de hospicio. Litigaba en todos los frentes. Iba al juzgado a defender al coronel magnicida, aprendía los códigos paleográficos del siglo XVI para restituir el manuscrito de Bernal y acudía a la fiesta colectiva del cuerpo de Carlota Besares -antes sólo mío, nunca sólo mío-. Esa era mi vida, llena al punto de reventar. No quería más. Pero el azar y los sueños ocultos en la historia de cada quien siempre quieren más. Ellos me guiaron, supongo, a mi tercera mujer, una estudiante de historia del arte llamada Ana Segovia. Coincidimos en el mostrador del Archivo General de la Nación, pidiendo documentos al encargado. Ana investigaba la historia de la efigie de la Virgen de Guadalupe, patrona de México. No había avanzado gran cosa, fundamentalmente porque buscaba en los archivos equivocados. Me permití sugerirle que buscara en los fondos del Arzobispado. "Ya sé que ahí", me dijo, "pero odio a los curas. Me dan urticaria las sotanas y las iglesias. Me hace daño hasta el polvo de sus documentos. Nada más de imaginármelos, empiezo a estornudar." Su respuesta me llenó de felicidad. Nunca he sido jacobino, ni anticlerical, más bien agnóstico, pero la idea de esa muchacha incendiada por una pasión jacobina, sus labios temblando de ira por la sola evocación de una cosa tan genérica como la maldad del clero, fueron un torrente de agua fresca. Las mujeres eran bastante tontas en el país un tanto provinciano de entonces, y si no eran tontas, debían ser mustias. Una mujer apasionada que hablara sin reservas de lo que le pasaba por la cabeza y una mujer a la que le pasaban por la cabeza impertinencias anticlericales, era una especie de milagro antropológico. Eso lo pienso ahora, entonces sólo quedé prendado de aquella desfachatez tocada por la gracia. No creo en el amor a primera vista, pero sí en que basta el primer contacto para que ambas partes sepan si lo suyo puede llegar al menos a un segundo encuentro. Yo supe desde mi primer encuentro con Ana Segovia que lo nuestro iba a tener al menos un segundo encuentro. Se lo dije y me contestó: "Puede ser, pero no estaría mal si antes me explicaras quién eres, porque no acostumbro salir con desconocidos. Aquí en la esquina hay un café al que podemos ir y me cuentas de una vez para saber a qué atenerme. Pero antes, aclárame una cosa: ¿tienes algo que ver con los curas?" "No", le dije. "Pues ya empezaste bien", me dijo. Recogió sus papeles del mostrador y echó a andar hacia la calle, dando por descontado que la seguiría. La seguí, desde luego, hipnotizado por la claridad de sus humores. Ese fue mi primer encuentro con Ana Segovia, que habría de ser mi tercera mujer. Antes de eso, sin embargo, el azar trajo lo suyo. El azar es ocurrente y tiende a ser simbólico. El hecho es que la misma tarde en que conocí a Ana Segovia reapareció en mi vida Regina Grediaga. Llevaba ocho años sin verla y ninguno sin recordarla. De pronto volvió, como atraída por Ana, y mi vida dio su primera vuelta polígama.

»Pero este es asunto que merece narración aparte. Dejémoslo, si le parece, para nuestro próximo encuentro- Hábleme usted del país: ¿sobrevivirá a esta semana?»

Acepté con impaciencia mi turno en la conversación y él, con una sonrisa, mi memorial de agravios sobre la condición siempre agónica de la República

Adriano dedicó las tres comidas que siguieron, respectivamente, a las tonterías históricas del discurso oficial, a la celebración del espíritu conservador y a la denostación del periodismo, según él una forma frenética de saber lo que pasa sin entender lo que sucede.

– Me gusta este lugar -dijo al sentarse para la cuarta comida-. La penumbra, los sillones de cuero café, la madera oscura de las paredes, el barman que nos sirve como si nos consintiera. Me gusta ver por los ventanales a los niños jugando. Los niños que fuimos y que no podremos ser. ¿Sospecharán en su dicha sin sombra las sombras de su dicha? Lo que voy a contarle hoy empieza a ser parte constitutiva de mi historia, el anticipo de su verdadera índole, aquello que la hace específica y, quizá, original. Y es que, de pronto, como se agolpan en la mesa los platillos que llegan antes de ser removidos los que se van, se agolparon en mi agenda las mujeres que habían sido parte de mi vida y la que apenas empezaba a serlo. En unos cuantos días simultáneos, o que lo son en mi memoria, refrendé mi adicción por Carlota, inicié mis tratos con Ana Segovia y entró nuevamente en mi cuarto, como un vendaval, la Regina Grediaga de otros tiempos, la misma pero otra, cruzada por la vida adversa, que la echó en mis brazos por fin, disculpando la metáfora, como un barco encallado después de la tormenta. ¿Quiere que le cuente ese episodio?

– Es lo único que quiero que me cuente -acepté-. Me atormenta dosificándolo.

– No lo dosifico para atormentarlo, sino para digerirlo. El relato, créame, también es nuevo para mí. Tengo que irlo siguiendo conforme asoma. ¿Dónde estábamos?

– En Regina Grediaga después de la tormenta.

– Con disculpa de la metáfora -insistió Adriano-. Habían pasado ocho años desde que dejé de ir a casa de Regina y siete desde que se casó, pero la Regina que tocó a mi puerta tenía más de esos años encima. Podía comparar bien este punto porque Carlota tenía más años y la mitad de los estragos. Regina no parecía vieja, sino atravesada por un malestar que diluía sus facciones de niña y traía a sus huesos una calidad difícil de describir, una calidad de mujer hecha, pasada por las llamas de la pasión y el sufrimiento, purificada por el grosor de la experiencia adulta, eso que hace deseables a las mujeres porque están como en su momento clave, antes y después de la maternidad, antes y después de la ilusión, antes y después del deseo, listas para ser madres, amantes y deseadas por segunda vez. Quién pudiera tomarlas desde la primera vez, tenerlas la segunda y la tercera, en todas sus edades, ser el dueño de todas sus estaciones, de todas sus vueltas, sus cambios de piel, sus renacimientos milagrosos.

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