– Margarita. -dijo con una voz que a su madre le sonó la de un extraño.
Felisa García se quedó inmóvil, la hoja del cuchillo hundida transversalmente bajo la piel de la patata. Había comprendido de inmediato lo que Andrés quería decirle. Sin embargo no miró a su hijo ni sintió la necesidad de alegrarse de que hubiera hablado por fin. Sólo pensó que las cosas eran como eran, sucias y complicadas, y que le parecía prudente dejarlas como estaban para no hacer daño a nadie más. Saber la verdad podía ser, a veces, una molestia añadida a todas las que poco a poco se iban solucionando. Si aquella mala historia se había cerrado con la congruencia necesaria para olvidarla, bien estaba. Y si la conciencia de Andrés lo había obligado a hablar en nombre de una verdad que llegaba demasiado tarde para evitar la muerte de un hombre, no pasaba nada porque allí sólo estaba ella, que no quería escucharle. Ya encontraría la manera, más adelante, de demostrarle lo orgullosa que estaba de haber oído su voz, la voz de un extraño.
De nada iba a servirle a la cantinera acallar la verdad para evitar nuevos males. Mientras ella retomaba el gesto cotidiano de pelar la patata, Leonor se sentaba en la cama de Camila y le cogía una mano entre las suyas. La niña estaba menos pálida y tenía los ojos más grandes y brillantes que nunca. Miraba a su madre con una placidez turbadora.
– Yo tuve la culpa, mamá. Quise que Andrés me llevara a un lugar donde el agua fuera muy profunda…Y él siempre me obedece.
Leonor sabía que aquella reacción de su hija era normal después de una agresión como la que había sufrido, pero ignoraba lo que tenía que hacer para contrarrestarla.
– Tú no tienes la culpa de nada, faltaría más -se limitó a contestar.
Camila cerró los ojos lentamente y tardó un poco en volver a abrirlos. Pero su voz sonó clara y sosegada:
– Fueron unos pescadores que llegaron en una barca, los mismos a los que el Lluent echó del bar.
Leonor Dot recordó a los marrajeros que habían montado la bronca en la cantina, y la abstracción angustiosa que hasta aquel momento le atenazaba el estómago se vio de pronto sustituida por un ácido deseo de venganza. Quiso disimular ante Camila, pero al ponerse en pie trastabilleó desequilibrada por una agresividad interna que se veía incapaz de contener. Hasta aquel momento no había odiado al violador de su hija, pero al saber quiénes habían sido, al recordar las caras de aquellos tres hombres, pudo imaginar el horror que se había desatado en la cala desierta y supo que daría todo lo que tenía, lo poco que aún le quedaba, por verlos muertos.
Intentó serenarse. Debía informar de inmediato al capitán, conseguir que los buscaran por el archipiélago entero o por la costa peninsular si hiciera falta, que los juzgaran por su crimen. Ya estaba harta Leonor Dot de la impunidad con que gentes, siempre acerbas y extrañas, le iban destrozando la vida. Estaba tan alterada que fue hacia la puerta sin decirle nada a Camila. Salía al camino cuando oyó tras ella la voz de su hija.
– Mami, hoy es mi cumpleaños.
Leonor se detuvo, agarrotada por la sensación insoportable de estar perdiendo el control de su vida y la de su hija, el control de sus sentimientos, de sus deseos, de todo lo que dependía de ella. Ya no era capaz siquiera de demostrar su cariño. Sólo pensaba en defenderse a arañazos, en abrirse paso como un animal acorralado. Estaba dejando de ser humana.
Se volvió intentando esbozar una sonrisa.
– Ya lo sé, mi amor. No te he dicho nada porque quería darte una sorpresa. Tápate bien, que regreso en un instante.
Cerró la puerta con cuidado. Una vez fuera de la vista de Camila, se alzó las faldas y echó a correr hacia la cantina.
Se acercaba la hora de comer. En la barra estaban el Lluent, que iba a embarcarse aquella tarde, y Benito Buroy. Tomaban en silencio unas copas de vino. Aunque no hablaban, se hacían mutua compañía. Lo cierto era que los clientes de Felisa García se habían visto drásticainente reducidos a raíz de los últimos acontecimientos. Leonor Dot y su hija llevaban dos días recluidas en su casa, Hermann Schmidt dormía el sueño eterno en una habitación vacía de la Comandancia Militar, y en otra habían encerrado a Markus Vogel. Hasta el médico militar, que ocasionalmente aparecía por allí, seguía arrestado en el campamento en espera de que el capitán se acordara de él. Pero el capitán Constantino Martínez se había enclaustrado en su despacho, donde se entregaba con frenético encono a lamentarse de su mala suerte. Todavía resonaban en la plaza los gritos indignados que profirió una vez hubo asimilado que los aiemanes se habían liado a tiros en el muelle con una pistola aparecida en Cabrera como por ensalmo. «¡Se me va a caer el pelo, Buroy! ¡Por su culpa se me va a caer el pelo!»
Ya se disponían los dos clientes solitarios a compartir mesa cuando apareció Leonor Dot, muy sofocada. Pasó ante ellos sin verlos y abrió la puerta de la cocina, que volvió a cerrarse a su espalda con un golpe seco. Aun así podían oír su voz. Explicaba a Felisa García, entre jadeos, que era el cumpleaños de Camila y que necesitaba urgentemente un pastel. El Lluent había cogido la botella para rellenar las copas de vino, pero la voz de Leonor Dot siguió llegándoles a través de la puerta cerrada. Decía que habían sido los marrajeros quienes habían agredido a la niña.
La botella se le escurrió al pescador de entre los dedos y se hizo añicos contra el suelo. Clavó una mirada enloquecida en Benito Buroy, que continuaba con la copa en la mano y ni siquiera había pestañeado. En aquellos momentos pensaba Buroy que nadie, de entre toda aquella gente acostumbrada por tantos años de guerra y de miseria a eludir los golpes, había logrado proteger a la niña, ni ponerse después a salvo de la sospecha que había recaído sobre codos ellos. Nadie había sabido defenderse, y la vida, esa historia escrita por un loco, los había arrastrado una vez más a ninguna parte. A él también, por no saber matar a Markus Vogel. En cuanto pisara Mallorca sería enviado de nuevo a un penal o a arrastrar piedras en el faraónico Monumento a los Caídos que había empezado a construirse en las cercanías de Madrid. Eso si no lo fusilaban. Lo cierto era que no le importaba demasiado. Sólo sentía lástima por Camila, y por el pobre Otto, que caería sin duda en una depresiva y muy viciosa dilapidación de su salud. Pero qué importaba también aquello. Después de lo que había sucedido en Cabrera, ya sabía que todas las personas, cada una a su manera, llevan a cuestas un expediente depurador.
Mientras tanto, en la cocina, Felisa García se devanaba los sesos. No había considerado, dadas las circunstancias, que fuera necesario un pastel. ¿Quién iba a pensarlo, si su única preocupación había sido abortar los preparativos de la fiesta, silenciarla por respeto a la tragedia que estaba viviendo la niña? La cantinera se maldecía a sí misma. ¿Cómo no se había dado cuenta de que tendría que ser Camila, precisamente ella, la primera en resurgir de las cenizas y pedir el regreso a la normalidad? ¿O es que no sabía Felisa que Camila encerraba la fortaleza de un toro en aquel cuerpo frágil como el tallo de un tulipán? Qué estúpida había sido, qué estúpida. Pero aún estaba a tiempo de inventarse algún apaño.
Sacó de un cajón una hogaza de pan blanco, la abrió por la mitad y la untó con un taco de mantequilla que guardaba escondida para los desayunos de Andrés. Luego recuperó otro de sus tesoros, una barra de chocolate que había llegado en una de las cajas de su cuñado y que reservaba para las fechas navideñas. Fundió el chocolate en un cazo. Sin dejar de removerlo fue vertiéndolo sobre la hogaza. Mientras espolvoreaba azúcar, se volvió con cara de pocos amigos hacia Andrés y Leonor, que no se habían movido.
– Pero ¿qué pasa? ¿Nunca habéis visto improvisar un pastel? ¡Leonor, dame las velas, están en ese estante! ¡Y tú, busca las guirnaldas, creo que tu padre las ha tirado a la basura! ¡Vamos, espabila!