Volvió a detenerse. Zarza sintió unos deseos casi irresistibles de cogerle las manos y acariciar sus dedos largos y callosos. Pero no consiguió reunir el valor suficiente para hacerlo.
– De modo que sí, creo que soy un cobarde. Desde luego soy más cobarde que Catalina. O a lo mejor es que soy una persona más herida que mi hermana. La vida deja heridas por dentro. Cicatrices como esta de mi cara, pero que no se ven. Tienes que seguir adelante con eso y no es lo mismo. Quiero decir que no es lo mismo echar a correr cuando tienes sanas las dos piernas que intentar hacerlo cuando eres un tullido y vas arrastrando un pie detrás de ti… No sé si me explico, sé que soy muy malo hablando, y muy aburrido… Pero yo soy como una especie de tullido. La mayor parte del tiempo siento que me arrastro, aunque desde fuera nadie sea capaz de ver mi pierna mala.
– Te explicas muy bien… -musitó Zarza.
– Verás, yo podría haber sido como mi padre. Soy un hombre fuerte y grande, y a veces la furia me hace ver todo rojo. En realidad, creo que me parezco demasiado a él. También mi padre era un tipo asustado. Él bebía y nos insultaba y reventaba perros justamente para ocultar su miedo. Yo podría haber sido como él. Era lo más fácil. Pero escogí otra cosa. Luché por ser otro. Todo lo que soy, aunque sea poca cosa, lo he construido a pulso. No tengo más que darte, pero creo que es algo.
Se recostó Urbano en el sofá, agotado por el esfuerzo, mientras Zarza temblaba aún conmocionada por la última frase, que había explotado en sus oídos como un misil:«"No tengo más que darte"». Pero, entonces, ¿Urbano estaba todavía dispuesto a arriesgarse? ¿Acaso le estaba proponiendo que lo intentaran de nuevo? ¿A ella? ¿A Zarza? ¿A la mujer que le había dejado medio muerto? Sintió una súbita, suicida añoranza de sus tiempos atroces, de cuando la Blanca le chupaba la vida, porque cuando estás en el infierno ya no puedes temer algo peor. Tengo que levantarme, pensó Zarza; tengo que caminar hasta la puerta, abrir, salir sin mirar hacia atrás, marcharme para siempre. Tengo que volver a ser remota e intocable.
– He hecho cosas horribles -balbució-. Cosas tan horribles que no caben dentro de las palabras.
– Entonces no las digas, no las cuentes. Esa es tu pierna tullida, tendrás que aprender a caminar así.
– ¡Pero es que yo sí que soy cobarde! Lo que quiero decir es que no me fío de mí misma. Escucha, yo denuncié a mi padre.
– Quieres decir a tu hermano…
– Si, sí, a Nicolás también lo delaté, cuando el asalto al banco… Pero no era la primera vez. Muchos años antes, fui yo quien provocó la fuga de mi padre. Un día me enteré por casualidad de su negocio de facturas falsas… Una tarde que papá había salido saqueé su despacho y envié al juez algunos de los documentos más comprometedores. Por entonces yo estaba convencida de que mi padre había asesinado a mi madre y quería vengarme. Vengarme, no vengarla. Pero da igual, no importa la razón, lo que importa es que nunca he sabido enfrentarme por mí misma a los problemas, ¿te das cuenta? Siempre he buscado la ayuda de una autoridad exterior. Que algo o alguien me lo resolviera todo desde fuera. Yo creo que fue también por eso por lo que me entregué a la Blanca. Lo he intentado todo con tal de no ser. Mientras tú te esforzabas en construirte tal como eres, yo siempre he huido.
Se calló, compungida, nuevamente demasiado próxima a las lágrimas. De repente sentía una asquerosa pena de sí misma. Ella, que durante tantos años había conseguido protegerse en el desdén, en el simple y frío desprecio hacia su persona. Pero quien siente pena por sí mismo es porque considera que ha merecido un destino mejor; por consiguiente, quien siente pena por sí mismo es que aspira a más. Esto es, tiene esperanzas. Durante años, durante siglos, durante milenios, desde el principio de la formación de los planetas, Zarza se prohibió toda esperanza. Y ahora, de repente, ahí surgía esa pequeña expectativa en sus entrañas, ese sentimiento enano y deleznable, pugnando por crecer y hacerse cierto. Irritada por su nueva vulnerabilidad, volvió a experimentar unos deseos irrefrenables de marcharse. Lo mejor que podía hacer era salir corriendo. Ahora le voy a decir que tengo que irme, pensó Zarza. Le cuento lo de la cita con mi hermano y le digo que es a las seis de la mañana, en vez de a las ocho. Y así me voy ahora mismo y acabo con todo este sufrimiento.
– Lo de la cobardía, en realidad, lo estamos diciendo mal -dijo con lentitud Urbano, como quien devana trabajosamente una línea profunda de pensamiento-. Lo verdaderamente importante no es si uno tiene miedo o no, sino lo que uno hace con su cobardía. Puedes entregarte a ella atado de pies y manos, como un preso. O puedes intentar enfrentarte a ella y encontrar los límites. Los límites son siempre fundamentales. Una mesa no empieza a ser una mesa hasta que no recorto la superficie del tablero. Antes de hacer eso, antes de limitarla, no era más que una pieza informe de madera capaz de convertirse en cualquier cosa: en una silla, en el mango de un hacha, en leña para el fuego, en el pie de la lámpara del dormitorio…
Zarza se estremeció y una estúpida lágrima se asomó a sus pestañas.
– Lo siento -bufó, confundida y herida por lo que ella consideró una referencia a su agresión.
– ¿Lo sientes? Ah, ya, pero no, no lo digo por eso. No lo sientas. Lo he pensado mucho, durante mucho tiempo, porque tú ya sabes que yo pienso despacio. Lo he pensado mucho y en realidad no me importa que me golpearas. Y no me arrepiento de lo que pasó. No me arrepiento de haberte metido en casa y todo eso, aunque terminara como terminó. No creas que lo digo porque soy un cobardica y un calzonazos, que a lo mejor lo soy, pero no por esto. Lo digo porque tiene que ver con el sentido del deber, con la propia responsabilidad. A mi nadie me enseñó eso que llaman sentido del deber y que ahora parece tan antiguo. Yo viví como mi padre vivía, solo y contra el mundo. Y luego llegó mi hermana y se hizo cargo de mi madre. Catalina salvó a mi madre, porque ella sí que sabía lo que era el sentido del deber; no sé cómo lo aprendió, pero lo sabía. He pensado mucho en todo eso después de que te fuiste. Si no eres capaz de ver a los demás, tampoco puedes verte a ti mismo. Porque los demás, los que te rodean, la vida y los compromisos que te tocan, son los límites que te hacen ser quien eres. Y si no reconoces esos límites y esas responsabilidades, no eres nada, no eres nadie. Una tabla de madera que no tiene forma. Yo viví toda mi vida enterrado en mí mismo, en el corazón de esa madera sin cortar. Tú fuiste mi primer límite. Mi primer deber cumplido. Por eso no me arrepiento de nada.
Había dicho las últimas palabras con la voz ronca y rota. Se quedaron mirando el uno a la otra con cauta expectación, como si acabaran de conocerse. Después Urbano se inclinó hacia adelante y puso una de sus manazas en el muslo de Zarza. Las rodillas de la mujer se estiraron por sí solas como un muelle tensado y Zarza se encontró de pie en mitad de la sala.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Urbano.
– Tengo que irme -susurró ella-. Tengo que irme.
Urbano se levantó calmosamente y, acercándose a Zarza, la apretó entre sus brazos. Ese cuerpo grande y pesado, esa carne caliente. Su cuello era una recia columna sobre la que se asentaba una cabeza redonda y más bien pequeña. Qué extraña y deliciosa mezcla era su rostro, los rasgos casi infantiles, delicados, las mejillas brutales. Zarza pensó: «esas cicatrices que le cruzan la frente, mis cicatrices, son como el tatuaje de Daniel. Son su pequeño equipaje». Enterró la nariz en el pecho de Urbano, en la camisa tibia, en el olor a hombre, con la clara conciencia de no haber estado jamás en ese lugar. Se había acostado con muchísimos tipos, había hecho el amor innumerables veces con Urbano, pero nunca antes había enterrado su aliento y su nariz en el pecho de un varón al que verdaderamente deseara.