– No hagas eso le recriminó Zarza. ¿Por qué haces eso? Te vas a poner nervioso.
– Te irás. Te irás como antes. Otra vez. Te irás.
Todos tenemos miedo.
El Oráculo. Años atrás, él le había puesto a Miguel el sobrenombre del Oráculo. Era un apodo burlón y chistoso pero también certero, porque, a menudo, entre las frases pueriles o en apariencia incomprensibles que el chico decía, se colaban significados extrañamente atinados, augurios de finura escalofriante. Esa capacidad para decir lo indecible formaba parte de las rarezas de Miguel, del tesoro de su diferencia. Zarza se estremeció:
– ¿Por qué dices que me iré?
– No quiero perros. No quiero, no quiero. Cama, cama, cama.
El chico se tapó los ojos con las manos.
– No quiero verte. Cama, cama, cama.
– No puedes irte a la cama, Miguel. Es por la mañana y te acabas de levantar. Venga, hombre, no seas tonto… quítate las manos de la cara y mírame… ¡Mírame, por favor! Así está mejor… Verás, es verdad que a lo mejor me tengo que ir unos días fuera, pero es sólo una cosa de trabajo. Volveré prontísimo, enseguida, antes de que te des cuenta de que me he ido.
– Dame mi cubo reclamó él.
Ella se lo entregó y Miguel empezó a dar vueltas a los pequeños dados sin parar de balancearse en el asiento. Sino se calma terminará subiéndole la fiebre, como siempre, pensó Zarza con preocupación. En los episodios de fiebre muy elevada, sobre todo en las terribles calenturas de los niños, los enfermos pueden padecer delirios geométricos. La negrura de sus cerebros se puebla de imágenes tridimensionales con las formas elementales euclidianas, asfixiantes poliedros en lenta rotación, arrogantes danzas de triángulos. Es como si el ataque febril consiguiera desnudar el dibujo básico de lo que somos, reducirnos a esa estructura original que compartimos con el resto del universo. Despojados de todo, somos geometría. Si los humanos llegáramos a toparnos algún día con un extraterrestre, pensó Zarza, probablemente nos entenderíamos con él mostrándole un cubo de Rubik.
– ¿Y por qué? -gruñó de pronto el nonagenario al otro lado del cuarto.
Zarza le miró; el anciano había alzado el rostro y contemplaba el cielo mustio y gris a través de los barrotes de la ventana. Levantó un brazo fino como una caña y blandió su arrugado puño contra las nubes:
– ¿Y por qué me tengo que morir, eh?-increpaba alas alturas el furioso anciano-. ¿Sólo porque soy viejo?¿Eh?
Zarza acercó su silla a la de su hermano.
– Escúchame -le susurró-. No te sigas moviendo así o te pondrás malo. Tranquilízate. No volveré a abandonarte nunca más. Te lo prometo. Créeme.
Miguel cerró los ojos y dejó de mecerse. Luego metió la mano en el bolsillo de su jersey y sacó un papel.
– Toma. Para ti.
– ¿Qué es esto?
Era un sobre blanco y arrugado. Rasgó la solapa, que estaba pegada, y sacó una cuartilla. En mitad de la hoja, una frase escrita a mano:«"He venido a cobrar lo que me debes".»
Zarza sintió que el aire se le helaba en los pulmones. Miguel debió de advertir su sobresalto, porque volvió a acunarse a sí mismo, ahora mucho más rápido.
– ¿De dónde has sacado esto? ¿Quién te lo ha dado?-casi gritó Zarza, intentando controlar su nerviosismo.
Atrás adelante, adelante atrás.
– ¡Párate! ¡Párate y contesta! ¿Quién te lo ha dado, Miguel?
Atrás adelante, adelante atrás.
– Ha sido Nicolás, ¿no?… Nico ha estado aquí, ¿verdad?
Atrás. Adelante. Despacio, muy despacio.
– Dímelo, Miguel. Ha sido Nicolás, estoy segura…
El chico se detuvo y la miró. Tenía los ojos llenos de lágrimas y la boca abierta en un círculo blando, próximo al puchero.
– No te asustes, Miguel, no te preocupes… ¿Cuándo ha venido Nico? ¿Ayer?
– Sí. Hoy. Ayer. Mañana.
Miguel daba vueltas nerviosamente a su cubo de Rubik.
– Tranquilo… Tranquilo, hombre, que no pasa nada… ¿Qué te dijo Nico? Venga, haz un esfuerzo, ¿qué te ha dicho?
– Que me quiere.
Zarza resopló.
– ¿Y de mí? ¿Te ha dicho algo de mí?
– Tú no me quieres, porque vas a marcharte. Ya no me gustas.
Zarza frunció el ceño.
– Y tú no me escuchas. Te estoy diciendo que no voy a marcharme -dijo con cierta irritación.
Zarza estaba acostumbrada a no sentir. Llevaba años educándose en ello. No permitía que nadie se acercara tanto a ella como para que, al desaparecer, pudiera dejarla huella de su ausencia. Cortesía y frialdad, ésa era su estrategia. No escuchar nunca nada. No contar nunca nada. A decir verdad, ni siquiera se contaba gran cosa a sí misma. Estaba acostumbrada a no sentir, pues, pero Miguel la desconcertaba. Miguel era el único ser vivo que poseía todavía el poder de herirla. Por eso, cuando Zarza advertía que dentro de ella empezaban a moverse los sentimientos y que levantaba la cabeza alguna emoción blanda y viscosa, se apresuraba a machacar]a sin compasión. Era como aplastar gusanos con un martillo.
– Me gustan los colores tranquilos -dijo el chico.
– ¿Y ahora de qué colores hablas?
– Los colores tranquilos que están dentro.
Zarza suspiró, o más bien gruñó. El esfuerzo por controlar sus sentimientos siempre la llenaba de frustración y de ira. Por eso ahora sentía unos deseos casi irrefrenables de gritar a su hermano. Sí, ansiaba gritarle o, si no, abrazarle, estrechar ese puñado de quebradizos huesos contra su pecho. Pero a Miguel le mortificaban los contactos físicos y de todas maneras ella tampoco sabia muy bien cómo abrazar.
– Tengo que irme -dijo Zarza, poniéndose bruscamente de pie.
– No quiero que corras.
– ¿Por qué voy a correr?
– Corres y entonces ya no estás.
– Bueno, pues no correré, pero de todas maneras tengo que irme. Pero te prometo que volveré.
El chico se quedó mirándola con una cara extraña, abierta, desolada, que tal vez quisiera significar "no te vayas", o "no te creo", o incluso "tengo miedo". Zarza había visto otras veces esa expresión en el rostro de su hermano, devastada y carente de tono muscular, frágil hasta la angustia.
– Me tengo que ir. Me voy -susurro.
Y extendió el brazo y tocó brevemente la mejilla del chico. Un contacto levísimo que Miguel soportó con un respingo pero sin retirar el rostro, dividido entre el placer y el sufrimiento, como el perro apaleado que recibe, tembloroso, el roce de la mano de su amo, sin saber si terminará en golpe o en caricia.
Camino de la salida, Zarza buscó a la enfermera.
– ¿Podría decirme cuándo vino el visitante que ha tenido mi hermano?-preguntó intentando sonar banal.
– ¿Qué visitante?
– Mi hermano ha recibido la visita de un hombre hace poco… Ayer, quizá, o anteayer…
– Aquí no ha venido nadie. Aparte de usted, claro, y de la señora de Taberner, que, dicho sea de paso, apenas si asoma por aquí, Miguel no tiene ninguna visita. Yo diría que está un poco solo el pobre muchacho.
– Ya sé que normalmente no viene nadie -se irritó Zarza-. Hablo de los últimos días… Me consta que ha estado un hombre con él.
– Pues no señora, no es así… ¿Se lo ha dicho Miguel? Ya sabe que el muchacho es un poco mentirosuelo… Le aseguro yo que no ha tenido ninguna visita. Y mucho menos un hombre. Ya ve que además hay que llamar al timbre para entrar, o sea que… Imposible.
Zarza arrugó la nota dentro de su puño y contuvo el aliento. Sintió que el miedo le pataleaba de nuevo en la barriga y dio media vuelta sin siquiera despedirse de la enfermera. Abandonó la Residencia, todavía aturdida, y ya en el exterior se quedó unos instantes de pie sobre las hojas podridas, calculando la inmensidad del mundo enemigo. Por ahí fuera, en algún lugar, estaba él, Nicolás, dispuesto a vengarse. Él era el perseguidor; ella, la pieza. Probablemente la partida de caza ya llevara empezada cierto tiempo, aunque ella sólo se hubiera dado cuenta ahora. Nicolás habría tenido que peinar la ciudad para encontrarla; el nombre de Zarza no venía en la guía de teléfonos y nadie conocía su dirección o dónde trabajaba. Es decir, nadie a quien Nicolás pudiera recurrir.