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Claro que también había otras razones. Se metían bajo la mesa para escapar de la luz mortecina, de las cortinas polvorientas y siempre cerradas del comedor inútil, del desapacible ambiente de la casa, del desolador sonido que producía la criada, al atardecer, cuando batía los huevos de la cena: un repiqueteo de metal y loza que sonaba a toque de difuntos y que anunciaba la llegada de la noche, con todos sus terrores, sus secretos visitantes y sus fantasmas. Zarza se recordaba sitiada por el miedo; desde que tenía uso de razón, el miedo había sido su compañero constante. Miedo a una tristura que mataba (¿o acaso su madre no murió de pena?), miedo a intentar respirar y no poder, miedo a que su padre no la quisiera, miedo a que su padre la quisiera, miedo a sus propios deseos y traiciones. Sólo la Blanca había sido capaz de adormecer sus temores.

De pequeña, Zarza sentía de manera imprecisa pero inequívoca que algo no marchaba bien a su alrededor. Ni ella ni Nicolás trajeron jamás amigos a casa. Tampoco es que tuvieran muchos amigos, porque se bastaban a sí mismos en su orgullo de gemelos; pero sabían, sin saberlo conscientemente y sin decirlo, que los otros niños se hubieran extrañado de cómo vivían. Esto es, se sabían raros. No alcanzaban a entender con claridad el porqué de esa rareza, pero intuían que tenía que tratarse de algo sustancial, algo tan profundo que se hallaba por debajo del nivel de flotación de las palabras, algo infame e informe que les manchaba de culpa. Y así, se avergonzaban de esa madre sufriente y en eclipse; de esa casa sombría y mortecina, tan tiesa como un museo; de ese padre altivo e impredecible, tan pronto encantador como tronante. Rosas 29 no parecía un verdadero hogar: era un comedero, un dormitorio, un espacio frío que los inquilinos usaban para cubrir las necesidades elementales. Nunca tenían visitantes, aparte de los clientes de su padre, que entraban directamente al despacho y luego se iban. Ni siquiera el servicio aguantaba durante mucho tiempo en esa casa inhóspita; las criadas cambiaban todo el rato, convirtiendo la inestabilidad en una rutina. Tan sólo la tata Constanza permaneció con ellos, haciendo honor a su nombre, durante un par de años, pero fue porque, según decía, le daban pena los niños. Ese relativo afecto de Constanza les hizo aún más daño, porque supuso la confirmación de algo que ya temían: que eran dignos de conmiseración, que suscitaban lástima.

Zarza recordaba a una compañera de clase. Era la hija de la portera del colegio y estudiaba con beca. Zarza entró dos o tres veces en su casa, en los bajos del edificio escolar, apenas dos pequeñas habitaciones, un baño diminuto, una cocina, con tragaluces provistos de barrotes y arrimados al techo por los que se veían pasar las piernas de la gente. En ese espacio ínfimo y oscuro se apretujaba un batiburrillo de muebles viejos que sin duda debían de venir de un piso más grande; pero las malas maderas estaban barnizadas y había tapetitos de encaje de plástico sobre las mesas. Zarza envidiaba esos tapetitos, el olor a cera, el tresillo de escay, la cálida luz de la horrorosa lámpara y, sobre todo, la colección de figuritas del roscón que había sobre el aparato del televisor. Imaginaba a su compañera, y a la madre, y al padre, y a los hermanos, y a las tías, y a los primos, y a los abuelos, y a los amigos de los padres, porque unos padres así tienen amigos; imaginaba a una muchedumbre de personas, en fin, apiñadas en esas habitaciones pequeñitas comiendo roscón de Reyes y bebiendo chocolate, y le parecía que eso debía de ser la esencia de la felicidad. Durante muchos años esa escena se convirtió en una obsesión. El paraíso perdido era un pedazo de roscón sobre un tapete de encaje de plástico.

A los trece años, Nicolás empezó a husmear entre las páginas de la enciclopedia que el padre guardaba en su despacho y a traer consigo algún volumen cuando se metía con Zarza bajo la mesa. Encendía entonces una linterna y leía en voz alta todas las entradas que tenían alguna relación con la locura. «"Depresión"», recitaba por ejemplo Nico: «"Frecuentemente observada en muchos desórdenes psicóticos, la depresión también puede aparecer en síndromes neuróticos como el síntoma más prominente. Hay una relativa alta frecuencia de depresión neurótica entre los grupos sociales más sofisticados, educados, maduros e intelectuales, siendo más común esta dolencia en la mediana edad. Una consecuencia de ello es que el porcentaje de suicidios en los países occidentales es mayor entre los 35 y los 75 años, con una tasa máxima en torno a los 55"». La madre de Zarza murió a los cuarenta y dos.

«Psicosis», seguía leyendo Nicolás: «Psicosis es el término comúnmente usado para designar un desorden psiquiátrico grave o severo. De acuerdo con algunas autoridades, el término psicosis indica no sólo una gravedad real o potencial, sino también que ese estado alterado es aceptado por quien lo sufre como una forma normal de vida. El diagnóstico más frecuente entre las psicosis mayores es el de esquizofrenia. Muchos autores han interpretado la esquizofrenia como una enfermedad hereditaria».

A menudo encontraban palabras que no entendían, aunque cada vez se fueron haciendo más expertos en el lenguaje psiquiátrico. Y en cualquier caso siempre comprendieron lo fundamental. Que el mundo de la locura llenaba muchas páginas de apretada e intimidante letra. Que su madre no era como las demás madres, ni su padre como los demás padres. Que Miguel era anormal. Que ellos dos, gemelos y solos, supervivientes de una catástrofe remota, llevaban probablemente el veneno en las venas, la herencia del dolor y del delirio. Los niños apaleados apalean niños de mayores, los hijos de borrachos se alcoholizan, los descendientes de suicidas se matan, los que tienen padres locos enloquecen. La infancia es el lugar en el que habitas el resto de tu vida.

Zarza acababa de abandonar la residencia de Miguel cuando empezó a sonar el teléfono móvil; miró la pantalla y no aparecía indicativo alguno. Tenía que ser él. Por fuerza tenía que tratarse de Nicolás. El móvil pertenecía a la editorial y ellos eran los únicos que la llamaban; ningún amigo de Zarza conocía ese número de teléfono, por la sencilla razón de que Zarza no tenía ningún amigo. Desde que salió de la cárcel había vivido una pequeña vida de austeridad absoluta, una cotidianidad desnuda y calcinada. Ni adornos en su apartamento, ni amistades en sus horas libres, ni recuerdos en su memoria. Se había dedicado a comer y a dormir, a trabajar y a leer. Siempre había utilizado la Historia como escape, tanto en su primera juventud, cuando estudió la carrera en la universidad, como en la cárcel, y ahora había vuelto a recurrir a esa vieja estratagema consoladora y se había zambullido en sus libros medievales, en un tiempo y un mundo que nada tenían que ver con su realidad. ¿O quizá silo tenían? El acoso de Nicolás la estaba poniendo paranoica, porque empezaba a creer que todo lo que le rodeaba encerraba ocultos mensajes para ella. Como la leyenda del Caballero de la Rosa, por ejemplo: ahora le parecía demasiado angustiosa, demasiado próxima. No soportaba que no hubiera salvación para el protagonista, que no pudiera escapar de su destino trágico. El libro de Chrétien confirmaba los peores temores de Zarza sobre la existencia; la vida como trampa, la vida como un maligno rompecabezas en el que cada pieza que colocas te va acercando más y más, sin tú saberlo, al diseño final, al dibujo de tu propia perdición.

Pero el teléfono sonaba en la calle oscura, en la noche solitaria y neblinosa, y parecía el chillido de furia de un animal pequeño. Zarza descolgó con inquietud.

– Sí.

– Ya queda menos para tu final.

Zarza se estremeció y miró con ansiedad a su alrededor, buscando una cabina, un coche estacionado, un peatón sospechoso. Buscando a Nicolás en un radio visible. Pero no consiguió descubrir a nadie.

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