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– ¿Quieres la pistola para matar a tu hombre?

– ¿A ti qué te importa?

Martillo se rió, enseñando su diente roto de ratón.

– Todas las mujeres que vienen a comprar un hierro sin tener ni puta idea de armas lo quieren para matar a su hombre. O para asustarlo.

– ¿Y tú qué sabes si yo sé de armas o no?

– Tranquila, tranquiiiiila… -se burló Martillo, amigable-. Oye, tía, resulta que tengo hambre. ¿Hacen unas hamburguesas?

Zarza pensó por un instante en su estómago, y en que no sentía ganas de comer, y en que sin embargo debería tomar algo. Por qué no aquí, ahora. Mejor con Martillo y en este antro perdido que en cualquier otro lugar, expuesta a la llegada de su perseguidor.

– Por qué no…

– ¡Carmen, dos dobles con beicon y queso! ¡Y unas patatas bravas! -gritó la chica. Luego se volvió hacia Zarza y señaló con la cabeza a la mujer gruesa-. Es una bestia, pero no es mala tía… ¿No te vas a tomar esa birra?

Zarza negó con la cabeza y Martillo la apuró de un trago.

– Dieciséis -dijo después.

– ¿Cómo? -preguntó Zarza.

– Tengo dieciséis años. Y tú no tienes ni puta idea de esto porque no hay ninguna pistola que se llame Sominova, ya ves. Sominova era el nombre de una amiga mía rusa, de Kiev. Una tía legal. Al principio estábamos siempre juntas en el negocio.

– ¿Y qué sucedió con ella?

Martillo se encogió de hombros:

– ¿Tú qué crees? Se murió.

Y volvió a reírse con sus labios gruesos y despellejados, como maltratados por la fiebre. La mujer trajo las hamburguesas y una fuente de exangües patatas, obviamente calentadas en un microondas y cubiertas con una sospechosa salsa rojiza. Martillo se abalanzó sobre el plato con avidez de cachorro y durante un rato sólo se concentró en comer. Era como un gnomo o como un elfo, pensó Zarza; era una criatura irreal procedente de un mundo indefinido, entre el arrabal y el centro urbano, entre la niñez y la adultez. Entre la inocencia y la maldad.

– Pues ya te digo. Todas vosotras venís por lo mismo. ¿Te pega tu hombre? A mí me lo puedes contar. ¡Lo que yo no haya visto! No tienes por qué dejarle que te haga eso. Métele una bala en los cojones.

Zarza tragó saliva.

– No… No me ha pegado nunca. Bueno, sólo un par de bofetadas, hace ya años…

– Pero tienes miedo de que un día te mate…

Zarza asintió, furiosa consigo misma. Se sentía incapaz de mentirle a Martillo, o al menos de mentirle más de lo que ya estaba haciendo.

– Esos son los peores. Los de sangre fría. Ésos son los que de verdad te acaban abriendo el cuello. A los otros se les va mucho la fuerza en las broncas que arman, que si una hostia por aquí, que si ahora te agarro por los pelos…Pero ésos, los fríos, uh… Hazme caso y pégale un tiro en los cojones… -dijo Martillo, en tono juicioso.

Y luego preguntó:

– ¿Quieres que te enseñe?

– ¿A qué?

– A disparar, tía, ¿a qué va a ser? Tú estás atontada.

Zarza se estremeció.

– No, no… Hace años me estuvieron enseñando. Creo que lo recordaré.

Martillo se estiró y cogió la caja de zapatos. Se la puso en el regazo y, al amparo del tablero de la mesa, sacó el arma y la manipuló con facilidad y confianza, como una adolescente manejando un walkman.

– Éste es el seguro, mira bien. Asómate, tía, o no veras nada… Así se quita, así se pone, por aquí la cargas, aprietas aquí para disparar, es facilísimo. Sólo tienes que estar atenta a ver el fuego.

– ¿Qué fuego? -susurró Zarza, echando una ojeada nerviosa a la mujer gorda. Pero la camarera había vuelto asentarse en el taburete, sumida en su quietud batracia.

– El que sale por la pistola. Por eso se llaman armas de fuego, porque cuando disparas, ¡zas!, por aquí tiene que salir una llamarada. Y si no sale, chungo, porque entonces a lo peor te estalla la pistola al próximo tiro. Por eso hay que mirar.

– ¿Y todos esos pistoleros que van disparando por ahí en los atracos se toman el tiempo para mirar?

– Bueno, forma parte del oficio, no es que mires, es que te das cuenta, ¿sabes lo que te digo?

Martillo envolvió la Norinco en la vieja toalla con cuidadoso mimo. Era una niña tapando a su muñeca.

– ¿Cuánto tiempo llevas en esto? -preguntó Zarza.

– ¿En qué? ¿En la calle, en las armas?

– No sé. En todo.

– Llevo dos o tres años por mi cuenta… No me va mal. No me manda nadie. No le debo nada a nadie. Y no temo a nadie, ¿sabes lo que te digo? A lo peor me matan cualquier día, pero qué importa. Prefiero cascar joven. Mi vieja vivió una vida de mierda. La debe de vivir todavía por ahí, yo ya no la veo. Yo no quiero ser así. Vivir muchos años de ese modo me da asco. O sea, o se vive, o no se vive; ¿sabes cómo te digo? Gumersindo sí, ese tío está bien. Ese tío cuidó de mí cuando yo era pequeña. Éramos vecinos. Yo iba a gatas entre el barro como un perrillo y Gumersindo me daba de comer y me lavaba. Gumersindo es un tío legal, o sea, es de fiar. Yo también soy de fiar. En mi mundo, sabes, tengo mis amigos y mis enemigos. Y yo soy siempre amiga de mis amigos y enemiga de mis enemigos. Todo el mundo sabe lo que se va a encontrar conmigo. O sea, yo sé donde estoy, y todos saben donde estoy. Eso es lo único que vale. Vivir de verdad y ser de fiar. Y luego, si te matan, pues te has jodido. De todas maneras, la palmamos todos, o sea que… Y tú, ¿eres de fiar?

– ¿Por qué te llaman Martillo? -desvió la pregunta Zarza.

– ¿Y a ti qué te importa? -contestó la chica, esta vez sin acritud, casi cariñosa, mientras se tragaba las dos últimas patatas repugnantes y chupaba la pringue roja que embadurnaba sus dedos, como una apestosa sangre de utilería.

Luego apuró la tercera cerveza que había pedido, hizo tintinear juguetonamente la botella vacía contra la anilla de acero y eructó satisfecha.

– Bueno, ya está. Ahora me tengo que ir. Toma, coge esto.

Había sacado el puñado de billetes de su bolsillo y apartó uno de cinco mil.

– Cógelo. Te hago una rebaja. Te regalo las balas. Después de todo, las mujeres tenemos que ayudarnos contra esos animales, ¿no?

– Gracias -dijo Zarza.

– Invítame tú al banquete, ¿vale? -dijo la chica, guiñándole un ojo mientras se levantaba.

Si llega a saber que soy una soplona, una chivata, y que he hecho cosas aún peores que eso; si llega a saber cómo soy de verdad, esta pequeña fiera me escupiría a la cara, pensó Zarza. Pero, como no lo sabía, Martillo abandonó el local ufana y satisfecha. Zarza la vio cruzar el patio de los Arcos con el porte orgulloso de un general invicto, camino de su temprana muerte. Las criaturas fantásticas siempre tienen una existencia efímera.

Mientras permaneció en los brazos de la Blanca, Zarza creyó que nunca podría salir de allí. La Reina era una soberana muy celosa; exigía la más completa entrega de sus súbditos, una rendición total del alma y de la carne, el sacrificio de la inteligencia. Mientras habitabas en la ciudad nocturna, no había ni un solo momento de tu vida que no perteneciera a esa implacable dueña. La Blanca era como el corazón de un agujero negro: una masa invisible e incalculable que lo tragaba todo, un abismo de atracción irresistible. Cuando la Reina te atrapaba dentro de su campo gravitatorio, el universo entero se desvanecía entre sus pliegues. De modo que al final ya había desaparecido casi todo; la ciudad no tenía más calles que las que les llevaban a la Blanca, y no había películas que ver, libros que leer, aceras que pasear, músicas que escuchar, conversaciones que mantener. Para entonces no comían más que lo inevitable y no hablaban más que lo imprescindible para poder organizar la llegada de la Reina. Tampoco tenían amigos: habían dejado de ver a los conocidos de la vida anterior, y sus nuevos colegas, los compañeros de la Blanca, mostraban una obcecada tendencia a morirse. Además, Nico y Zarza cambiaban de alojamiento con frecuencia, cada vez a un lugar un poco peor, siempre escapando de deudas y enemigos, de colegas a los que habían robado unas papelinas y que con suerte reventarían antes de poder reclamárselas. En esos sórdidos apartamentos reinaba el silencio; tan sólo se escuchaba, de cuando en cuando, el tarareo ensimismado de Miguel, que canturreaba por su cuenta. Porque Miguel vivía con ellos; durante mucho tiempo, la última brizna de voluntad de Zarza se parapetó en su hermano pequeño. Que por lo menos hubiera algo de comer para él en la nevera, que por lo menos él tuviera unas horas fijas para dormir, unos juguetes con los que jugar, una cierta apariencia de normalidad. Hasta que llegó el día en que también Miguel fue devorado por el torbellino y Zarza dejó de preocuparse por él: simplemente se le escurrió su hermano de la cabeza. Seguían viviendo los tres juntos en la misma casa, Nico y Zarza y el tonto, pero era un hogar sin duda muy distinto al castillo en el parque que imaginó Nicolás en la niñez.

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