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La zona era ahora peatonal, así es que el taxi la dejó en una plazuela minúscula con las papeleras arrancadas de cuajo por los vándalos y el suelo regado de patatas fritas, gotérones de sangriento ketchup y envoltorios aceitosos de la hamburguesería de la esquina. Un poco más allá comenzaba Miralmonte. Zarza entró en la calle y recorrió las aceras infructuosamente. Buscaba una pequeña tienda de ultramarinos, uno de esos ínfimos comercios familiares en donde el pan fresco se vende junto al vino en tetrabrik y a los fiambres. Tenía grabado el lugar en la memoria: el mostrador frigorífico al fondo, las estanterías abarrotadas en las paredes. Y la viejuca de pelo teñido en rojo que atendía. Esa misma viejuca ordenó con la cabeza a un hombre mayor, tal vez su hijo, que buscara la mercancía en la trastienda, mientras ella, impasible, cortaba lonchas de un jamón de York recauchutado que parecía una goma de borrar rosada y gigantesca. El tipo trajo las armas envueltas en papel de estraza, como quien despacha unas pescadillas. Sólo le faltó pesarías en la báscula.

Pero ahora no quedaba ni rastro de esa pequeña tienda en Miralmonte. Había un negocio de informática, una boutique de ropa barata, un bar estrecho y largo, una mercería. Atisbó todos los establecimientos desde el exterior: ofrecían un desalentador aspecto de normalidad y la vieja greñuda no asomaba por ninguna parte. Seguramente a estas alturas ya habría muerto.

Regresó a la plazuela sin saber qué hacer. En mitad del pequeño espacio triangular, instalado en el único de los tres bancos que todavía no había sido destrozado, había un chico de unos veinte años. El día era helador y una costra de escarcha se acumulaba sobre los dos palmos de tierra sucia que alguna vez aspiraron a ser un pequeño jardín. No apetecía nada sentarse en ese banco polar, pero el chico estaba ahí, quieto y encogido sobre sí mismo, abrigado tan sólo con una chaquetilla de tela vaquera. Zarza tuvo una idea. Porque Zarza sabía. A fin de cuentas, esto seguía siendo la ciudad de la Blanca.

– Hola dijo Zarza, -sentándose junto al tipo y sintiendo que el frío de las barras del banco le mordía los muslos.

El chico apenas le lanzó un vistazo alelado.

– Hola repitió ella. Estoy buscando una tienda que había aquí antes, hace siete años…

– No sé nada. No soy de aquí -murmuró el otro sin mirarla.

No, claro que no era de aquí. Todos venían de fuera pero luego quedaban atrapados en los dominios de la Reina.

– No importa, no es eso lo que quiero… Lo que quiero es conseguir un arma. A lo mejor tú sabes dónde.En la calle, uno siempre sabe un poco de todo, ¿no?

El joven dio un respingo y la miró asustado, milagrosamente despejado de su atontamiento.

– Yo no sé nada contestó, -con voz mucho más clara.

– No tengas miedo. No soy policía. Yo…

– ¡Tú quieres arruinarme, yo no sé nada! -chilló el otro.

Y se puso en pie de un salto y salió disparado calle abajo, desapareciendo como una exhalación por la primera esquina. Zarza se quedó en el banco, boquiabierta, envuelta en un revuelo de aire frío.

Soy una imbécil, pensó, soy una imbécil. Estaba todavía aturdida, intentando digerir lo sucedido. Antes no me hubiera pasado, pensó; antes las cosas no eran así. Pero, claro, antes ella estaba dentro del mundo de la Reina y ahora no. Los súbditos de la Reina compartían una misma realidad; no es que hubiera entre ellos mucha complicidad, sino más bien un egoísmo ciego y embotado. Pero poseían un lenguaje común. Podían entenderse. Ahora Zarza había cruzado la frontera, ya no pertenecía al mundo de la calle, a la ciudad nocturna, y los súbditos de la Reina la rehuían. Pero Zarza tampoco pertenecía a la ciudad diurna, a la vida redonda y relativamente satisfecha, o cuando menos a la vida aburrida. Porque donde hay aburrimiento no existe el sufrimiento. Ella había intentado construir una imitación del tedio con su cotidianidad insulsa y sus pequeñas rutinas, pero nunca había conseguido integrarse del todo en la inofensiva vida boba. Zarza, ahora se daba cuenta, estaba flotando en medio del vacío, ni en un mundo ni en otro, en una neblinosa tierra de nadie. Se recostó en el gélido banco, sintiendo la dureza de las barras sobre el espinazo, y contempló con ojos de extranjera la ciudad de la Blanca, esa urbe mineral, mugrienta y babilónica que se apretaba en torno a ella, una especie de Calcuta con hamburgueserías. En algún lugar de ese oscuro y herido laberinto estaría Nicolás, su perseguidor, su hermano, su verdugo. Zarza se estremeció y recapacitó una vez más en la conveniencia de hacerse con un arma. Y entonces fue cuando pensó en Daniel.

Daniel era el barman del Desiré. O por lo menos lo era ocho años atrás, que fue cuando Zarza dejó de verle. El Desiré era el bar de alterne en donde trabajaban las mejores chicas de Caruso; también Zarza estuvo allí, al principio. Daniel era el alma del lugar. Las chicas se sentían seguras con él, y no porque le apoyara la fuerza bruta (cuando era necesario repartir mamporros avisaban a los matones de Caruso), sino porque conseguía diluir cualquier conato de agresividad con palabras sensatas y buen juicio. Era un tipo delgado y elegante; parecía un príncipe italiano, con su pelo lacio y negro, sus sobrias camisas de seda, sus pantalones de pinzas que disimulaban la excesiva anchura de las caderas. Provenía, sin embargo, de una familia suburbial embrutecida y rota. Desde muy pequeño se había tenido que hacer cargo de una horda de hermanos; apenas si había pisado un colegio, pero había aprendido por su cuenta a leer y a escribir, con unas letras laboriosas y apretadas que parecían insectos. Tenía además un instinto innato para la belleza; aun ignorándolo todo sobre épocas, estilos y maestros, le gustaba la pintura y la porcelana antigua, y era capaz de arreglar un jarrón con flores con más armonía que un maestro jardinero japonés. Era muy afeminado, pero distaba de comportarse con esa exuberancia jaranera que suelen mostrarlos camareros gays en los garitos nocturnos. En realidad, hablaba poco y era bastante reservado en la manifestación de sus emociones; pero sabía escuchar, o por lo menos sabía componer esa expresión entre neutra y atenta de quien está interesado en lo que el otro dice pero no manifiesta ningún juicio moral sobre lo que le cuentan. Así, combinando sabiamente la implicación y la distancia, esa fórmula infalible de los psicoanalistas, Daniel había conseguido convertirse en una especie de institución en la Torre y aledaños: todo el mundo le escogía para hacerle depositario de sus confidencias. Si todavía seguía trabajando en la barra, pensó Zarza, Daniel tenía que saber dónde encontrar una pistola.

Entonces, antes, en la otra vida, en la era de la Blanca, Daniel vivía por aquí, en la calle Trovadores, cerca del centro. Zarza miró el reloj; las 13:05. A estas horas estaría durmiendo todavía. Mejor, porque así lo encontraría en casa. Si no se había mudado en los últimos años.

Zarza no se acordaba del número, pero sí del portal, el segundo a la derecha después del semáforo. Además, la entrada al edificio seguía igual: tal vez algo más sucia, más roída por las humedades, más desconchada. Subió a pie, no había ascensor, hasta el cuarto y último piso. La puerta de Daniel estaba recién pintada con un esmalte plástico de color verde chillón. Zarza creyó ver en ello el entusiasmo renovador de unos nuevos inquilinos y se temió lo peor, pero de todas formas apretó el viejo timbre; y lo volvió a apretar, y lo pulsó de nuevo, campanillazos estridentes rebotando en el silencio de la casa. Ya se iba a marchar cuando escuchó un parsimonioso descorrer de cerrojos. Se abrió la puerta y apareció Daniel, adormilado; llevaba una camiseta publicitaria, unos pantalones de pijama en tono lila que le quedaban cortos, un viejo albornoz sobre los hombros y los pies desnudos embutidos en unas botas bajas con la cremallera sin cerrar. El hombre se recostó en el quicio y levantó las cejas, en un gesto entre la sorpresa y la pregunta. Zarza sintió que un violento e insospechado rubor encendía sus mejillas. Carraspeó, incómoda, porque no había previsto que el encuentro pudiera turbarla.

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