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Pocos días después de lo narrado, se hallaba el maestro Paganini en el comedor de su hotel, de regreso de su concierto de aquella noche y rodeado de sus constantes admiradores, cuando se te acercó un extraño joven, de mirada extraviada y selvática, que te entregó una tarjeta, con unas cuantas líneas de lápiz.

Paganini lanzó sobre el intruso una de aquellas mágicas miradas suyas que pocos hombres podían soportar cara a cara; pero se encontró, como vulgarmente se dice, con la horma de su zapato, puesto que el joven, sin bajar la vista, la sostuvo como de potencia a potencia. Saludóle entonces fríamente, y le dijo con toda sequedad:

– Estoy a vuestra completa disposición, caballero. Fijad la noche, y se hará como deseáis.

Al otro día la ciudad entera supo estupefacta que se preparaba para una noche inmediata un desafío singular: el que entrañaba el cartel siguiente, fijado en todas las esquinas:

“En la noche de…, en el Gran Teatro de la ópera, debutará ante el respetable público el joven artista alemán Franz Stenio, quien ha venido ex profeso a esta población con el solo objeto de medir sus dotes musicales como violinista con el maravilloso maestro Paganini, compitiendo con el artista famoso en la interpretación de sus más difíciles composiciones. Aceptado noblemente el reto por el maestro sin rival, Franz Stenio ejecutará en competencia con él, el conocido capricho fantástico que lleva el título de “Danza de las Brujas”.

El efecto de la noticia aquella no pudo ser más delirante, cosa bien prevista por el avaro Paganini, que, no perdiendo nunca de vista su negocio, miraba a él tanto y más que a su propio arte. Había así doblado el precio de las localidades aquella memorable noche, no obstante lo cual el gran teatro se llenó de bote en bote.

Llegado el día del certamen, no se hablaba de otra cosa en la ciudad y aun en las vecinas. De los ojos de Stenio el sueño había huido, y toda la noche anterior la habla pasado en su habitación más inquieto que la fiera en su cubil, cayendo sobre su cama al amanecer agotado física y moralmente, cayendo, digo, en un estado comatoso que no parecía sino el prólogo de su muerte.

Entonces tuvo esta macabra pesadilla, que parecía realidad más bien que ensueño:

El violín estaba sobre la mesa inmediata, encerrado en su caja con llave, que el joven nunca desamparaba desde el día en que le pusiese impávido las consabidas cuerdas, y a las que no había rozado una sola vez con su arco. Desde el famoso día aquel se había ejercitado en otro instrumento.

Súbito, el dormido joven creyó ver completamente despierto como si la tapa de la caja se levantase por sí misma dejando ver el cadáver del viejo Klaus, con sus fosforescentes ojos abiertos, que le miraban suplicantes, mientras que una cavernosa al par que difusa voz, la del propio Samuel Klaus, le decía:

– ¡Franz, hijo querido, soy muy desgraciado en esta mi nueva vida de ultratumba, porque no puedo, no, separarme de… ellas, de las cuerdas!

Éstas, como respondiendo telepáticamente a la angustia de su dueño el anciano, parecieron sonar débilmente, como un gemido…

Aquello le dejó a Franz transido de espanto; sus cabellos se erizaban y su sangre se le helaba en las venas.

– ¡Esto no es más que un sueño, un vano sueño! -repetía maquinalmente, para en vano darse alientos.

– ¡Sí, he hecho todo lo posible, hijito, todo lo posible para desprenderme de estas malditas cuerdas, pero todo inútil. ¿Podrías ayudarme tú, que estás aún vivo?

Los sonidos se fueron agudizando más y más, hasta hacerse chillones y estridentes, mientras que, dentro de la caja y en toda la cavidad de la mesa, un arañar extraño como de ratas, un zumbar como de enjambre de abejas, bordoneaba angustioso y horrible.

Aquellos ruidos le eran bien familiares al miserable Franz, pues que los había observado a menudo desde la tarde en que había operado el macabro despojo para colocarle como pedestal de su loca ambición, pero hasta entonces había logrado persuadirse, mejor o peor, de que se trataba de una alucinación.

Aquello era, sin embargo, bien real, dolorosamente real. Quiso hablar, pedir socorro, huir; pero, como sucede siempre en tales casos de pesadilla, los pies quedaron clavados en el suelo y la voz expiró en su garganta. Aquellos saltos y sacudidas eran cada vez más angustiosos, hasta que llegó un momento en que sonaron unos estallidos como de algo que se rompiese dentro de la caja. La visión de su violín ya sin cuerdas mágicas le sumía en la desesperación.

Hizo entonces el joven un supremo esfuerzo por libertarse del íncubo que le obsesionaba, mientras que la vocecita suplicante de siempre repetía:

– ¡Hazlo, hazlo por lo que más ames; hazlo por ti mismo si no, y ayúdame a desprenderme de mi…!

Franz saltó hacia la entreabierta caja como el avaro a quien tratan de robarle su tesoro, o como fiera a quien disputan su presa, y en el paroxismo de su desesperación, rugió furioso crispando las manos:

– Diablo, monstruo, o lo que seas, ¡deja quieto mi violín!

Y mientras tal decía, sujetó la caja con su izquierda y aseguró la tapa, al par que, con la derecha, dibujaba sobre ésta, mediante un trozo de la colofonia del arco, la famosa pentalfa, el Sello Salomónico, con el que en los cuentos de Las mil y una noches aprisionaba el rey en sus redomas a huestes enteras de los jinas rebeldes.

Un aullido de protesta resonó en el interior de la cerrada caja.

– ¡Eres un perverso ingrato, mi amado Franz! ¡Sin embargo, te perdono tu insolencia, por lo mismo que te amo! Sábete bien, no obstante, que no puedes encerrarme. ¡Mira!…

Y al decir esto, una obscura niebla surgió del seno de la cerrada caja, extendiéndose por la estancia toda y envolviendo en sus frías y viscosas volutas el cuerpo del aterrorizado Franz, cual los anillos de la serpiente antes de estrangular a su víctima. A su contacto de insoportable angustia, el desventurado dió un agudo grito y despertó…

– No ha sido sino un mal sueño -exclamó abrumado el joven y oprimiendo contra su corazón la caja de su estradivarius.

Su violín, en efecto, estaba allí, e intactas sobre su puente sus preciadas cuerdas mágicas, con lo que recobró al punto su sangre fría de siempre. Limpió seguidamente y con esmero el instrumento, dió resina a las cerdas del arco, puso en tensión las cuerdas, templándolas, y hasta llegó a ensayar las primeras notas de Las Brujas, primero con miedo y luego con denodados bríos.

Aquellas primeras notas de la obra, insultantes y altivas cual himno de combate, al par que dulces y majestuosas cual arpegios de serafines, revelaron al hábil Franz una nueva y gigantesca potencia en su arco. En los ligados de notas que después venían, se veían surgir iris maravillosos, cataratas de luces, tibias, perfumadas, ultraterrestres…, cual en un supremo himno de amor, de juventud y de eterna primavera. Aquellas armonías, nunca oídas, parecían poder hacer que los ríos detuviesen su curso, que las montañas se trasladasen de sitio y hasta que los poderes del infierno inexorable se enterneciesen de piedad… Los legato se convirtieron en singulares arpegios y terminaron por unos acres staccalos, semejantes a la carcajada de una harpía infernal… De nuevo asaltaron entonces a Franz los terrores astrales de la pesadilla; reconoció en aquella carcajada la propia voz de su anciano maestro Samuel y arrojó acobardado el arco.

No atreviéndose a continuar aquella evocación musical brujesca, encerró cuidadosamente en su caja el terrible instrumento; lo llevó al comedor, y, vistiéndose con el mayor esmero, se dió a esperar lo más tranquilamente que pudo la hora solemne de marchar a la palestra.

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