En un pantano en donde giran los mosquitos en nubes que se acercan y parten de repente en espiral vertiginosa veo los restos de un gran hidroavión de pasajeros. Es un Latecoére 32. La cabina está casi intacta. Entro y me siento en una silla de mimbre con su mesita plegable al frente. El interior está invadido de vegetación que cubre los costados y cuelga del techo. Flores amarillas, de un color intenso, casi luminoso, que recuerdan las del árbol de guayacán, penden graciosamente. Todo lo que podía servir para algo ha sido desmontado hace muchísimo tiempo. Adentro se respira una serena y tibia atmósfera que invita a quedarse para descansar un rato. Por una de las ventanillas, que desde hace años ha perdido el vidrio, entra un gran pájaro de pecho color cobrizo tornasolado y el pico con una mancha naranja. Se para sobre el respaldo de una silla, tres puestos adelante de mí y me mira con sus pequeños ojos que tienen reflejos también de cobre. Empieza, de pronto, a cantar en un trino ascendente que baja luego en una brusca escala como si mi presencia no le dejara terminar la frase que inició con tanto brío. Vuela por el techo del Laté buscando la salida y, cuando parte, dejando el eco de su canto en el ámbito vegetal del interior, siento que han caído sobre mí los ensalmos dañinos a que está expuesto el que visita recintos que le son vedados. Un leve golpe de timón, allá adentro, en lo más secreto del alma, acaba de darse sin que hubiera podido intervenir, sin que siquiera se me tuviera en cuenta.
Un campo de batalla. La acción terminó el día anterior. Merodeadores con turbante despojan los cadáveres. Hace un calor húmedo que afloja los miembros, como una fiebre sin delirio. Entre los caídos hay algunos cuerpos con casacas rojas. Las insignias han desaparecido ya. Me acerco a un cadáver vestido con amplios pantalones de seda color pistacho y una chaquetilla bordada en oro y plata. No han podido robarla porque el cuerpo está atravesado con una lanza que penetra firmemente en el suelo y sujeta las vestiduras. Es un alto mandatario de rostro joven y cuerpo delgado y esbelto. Por su turbante me doy cuenta de que es un maharatta. Los merodeadores han desaparecido. De lejos se acerca un jinete de casaca roja. Detiene el caballo frente a mí y me pregunta: "¿A quién busca aquí?", "Busco el cuerpo del Mariscal de Turenne" -le respondo. Me mira con extrañeza. Sé que estoy equivocado de batalla, de siglo, de contendientes, pero no puedo rectificarme. El hombre se baja del caballo y me explica, ya con mayor cortesía: "Este es el campo de batalla de Assaye, en tierras que eran del Peshwah. Si desea hablar con Sir Arthur Wellesley, puedo llevarlo ahora mismo". No sé qué contestar. Me quedo allí parado como un ciego que trata de orientarse entre la gente. El jinete alza los hombros: "No puedo hacer nada por usted", y se aleja por donde vino. Empieza a oscurecer. Me pregunto dónde estará el cadáver de Turenne y a tiempo que lo pienso sé que todo es un error y que no hay nada que hacer. Huele a especias, a patchouli, a vendajes de herida que no se han cambiado en varios días, a sol sobre los muertos, a hoja de sable recién engrasada. Despierto con la deprimente certeza de haber equivocado el camino en donde me esperaba, por fin, un orden a la medida de mi ansiedad. Estoy en un hospital. La cama se halla protegida por una tela que la oculta de los demás lechos de la sala. No estoy enfermo y no sé por qué me han traído aquí. Descorro uno de los lados de la cortina y veo que hay una semejante que protege otra cama. Un brazo de mujer la corre y descubro a Flor Estévez, vestida con una precaria camisa de las que usan los pacientes que han sido operados. Me mira sonriente mientras sus pechos, sus muslos y su sexo semioculto se ofrecen con un candor que no le es propio en la vida real. Como siempre, tiene el pelo desordenado como la melena de un animal mitológico. Me paso a su lecho. Comenzamos a acariciarnos con la febril presteza de quienes saben que cuentan con muy poco tiempo y que en breve llegará alguien. Cuando voy a entrar en ella se abren bruscamente las cortinas. Unos monaguillos las sostienen mientras un sacerdote insiste en darme la comunión. Forcejeo para cerrar la cortina. El cura guarda la hostia en un cáliz y un monaguillo le pasa una cajita de plata con los santos óleos. El sacerdote intenta aplicarme la extremaunción. Vuelvo a mirar a Flor Estévez que me evita avergonzada, como si todo hubiera sido preparado por ella con algún fin que se me escapa. Flor moja sus dedos en los óleos y trata de frotarme el miembro mientras canta una canción cuya tristeza me deja en el desamparo de un desenlace que vivo como un engaño atroz. Todo erotismo se ha esfumado por completo. Quiero gritar con la desesperación de un ahogado. Despierto con el sonido de mi propia voz que se apaga en un aullido grotesco.
Medito, absorto, en la señal que estas visiones encubren. Ha caído la noche y el planchón avanza lentamente. El práctico y el Capitán discuten con una desmayada irritación que se siente familiar e inofensiva. El Capitán está en el punto crítico de su ebriedad y vuelve a sus órdenes insensatas: "¡Huele el viento, viejo terco, huélelo bien o nos perdemos, carajo!", "Ya, Capi, ya, no me atosigue que si no avanzamos es porque no se puede", le contesta el práctico con la paciencia de quien habla con un niño. "Navegas como culebra descabezada, Ignacio, por algo no te ocupaban ya en la base. ¡Firme el timón, maldita sea, que no es cuchara de sopa!" Y así durante buena parte de la noche. Es evidente que, en el fondo, se divierten con esto. Es la manera que tienen de comunicarse. Su relación es tan antigua que ya todo está dicho desde hace mucho tiempo. La siesta se prolongó demasiado y sólo conseguiré dormir en la madrugada. Leo y escribo por turnos. Juan sin Miedo no tiene excusa válida. Al ordenar la muerte del hermano del rey de Francia, condenó su propia raza a la inevitable extinción. Qué lástima. Un Reino de Borgoña tal vez hubiera sido la respuesta adecuada a tantas cosas que luego llovieron sobre Europa en una secuencia de maldición inapelable.
Abril 18
Como siempre sucede, hasta hoy han comenzado a develarse las posibles claves de esas visitaciones que tuve durante la siesta de ayer. Son mis viejos demonios, los fantasmas ya rancios que, con diversos ropajes, con distinto lenguaje, con nueva malicia escénica, suelen presentarse para recordarme las constantes que tejen mi destino: el vivir en un tiempo por completo extraño a mis intereses y a mis gustos, la familiaridad con el irse muriendo como oficio esencial de cada día, la condición que tiene para mí el universo de lo erótico siempre implícito en dicho oficio, un continuo desplazarme hacia el pasado, procurando el momento y el lugar adecuados en donde hubiera cobrado sentido mi vida y una muy peculiar costumbre de consultar constantemente la naturaleza, sus presencias, sus transformaciones, sus trampas, sus ocultas voces a las que, sin embargo, confío plenamente la decisión de mis perplejidades, el veredicto sobre mis actos, tan gratuitos, en apariencia, pero siempre tan obedientes a esos llamados. El mero hecho de meditar sobre todo esto me ha proporcionado la apacible aceptación del presente que se me ocurría tan confuso y tan poco afín a mis asuntos. Por un comprensible error de perspectiva, sucedía que lo estaba examinando sin tener en cuenta ciertos elementos familiares que los sueños de ayer hicieron evidentes. Allí estaban y no había sabido desentrañarlos. Estoy tan acostumbrado a esa clave augural de mis sueños, que aún sin descifrar todavía su mensaje ya empiezo a sentir su acción bienhechora y sedante. Queda sólo por entender la actitud de Flor Estévez, cuya iniciativa e invitación a pasar a su cama son tan ajenas a como suele manejar tales situaciones. En efecto, pese al aparente salvajismo de su figura, la rotundez de sus piernas, su cabellera en hirsuto desorden, su piel morena un tanto húmeda que se resiste levemente al tacto como si estuviera formada por un terciopelo invisible, sus amplios pechos de sibila que semi ofrece a la vista todo el día, a pesar de tales signos, Flor desconoce por completo el juego de la coquetería, la malicia de los acercamientos amorosos. Irrumpe seria, terminante, casi triste, con la silenciosa desesperación de quien obra bajo el poder de una fuerza desatada y así ama y goza en un silencio de vestal. Tal vez la provocativa conducta de Flor en el sueño se deba a mi abstinencia en este viaje; fuera del episodio con la india, más inquietante que gratificador. Puede también obedecer, y esto es lo más probable, a la clásica yuxtaposición en los sueños de rasgos y gestos de diferentes personas. Por eso jamás podremos confirmar con certeza la identidad de los seres con los que soñamos. Jamás es uno solo el que se nos presenta, siempre es una suma, un instantáneo y condensado desfile, y no una presencia
única y determinada.