El Capitán no pareció oír las palabras del Mayor. Seguía sentado en la hamaca sin pronunciar palabra. Alzó luego la cara hacia mí para comentar: "Nos salvamos, amigo; nos salvamos en un hilo. Ya le contaré más tarde. No sabía que él estaba de nuevo al mando de la base. Conoce la vida de todos los que andamos por aquí. Lo habían llamado del Estado Mayor y creí que no volvería. Por eso me arriesgué a traer a esos dos. No sé por qué no cargó también con nosotros. Por menos que eso se ha echado a muchos. A ver si en el puesto consigo un práctico. Yo ya no estoy para estas bregas. Ya sabe dónde están los bastimentos. Yo como muy poco, así que tendrá que hacerse su comida. Por mí no se preocupe. El mecánico también sabe arreglárselas por su cuenta. De todos modos no puede cocinar porque el motor hay que cuidarlo. Él trae su propia comida y allá abajo la prepara a su manera. Vamos, pues". El mecánico regresó a la proa para ocupar el lugar del práctico. Dio marcha atrás y se enfiló corriente arriba por la mitad del río. A medida que va cayendo la tarde me doy cuenta que desaparece la tensión, el ambiente enrarecido y maligno que creaban el práctico e Ivar con su intercambio de miradas, sus palabras en voz baja y su presencia perturbadora y viciada. La ciega lealtad del mecánico al capitán, su silencio y su entrega a la tarea de mantener en marcha ese motor que hace años tendría que haber cumplido su servicio y convertirse en chatarra le dan al personaje ciertos toques de ascético heroísmo.
Abril 13
Este contacto con un mundo que se había borrado de la memoria por obra del extrañamiento y del sopor en que nos sepulta la selva ha sido más bien reconfortante, a pesar de las señales de peligro que dejó presentes el Mayor con sus palabras y advertencias perentorias. Es más, el peligro mismo me regresa a la rutina cotidiana del pasado y la puesta en marcha de los mecanismos de defensa, de la atención necesaria para enfrentar las dificultades fáciles de prever, son otros tantos estímulos para salir de la apatía, del limbo impersonal y paralizante en el que estaba instalado con alarmante conformidad.
La vegetación se hace más esbelta, menos tupida. El cielo está a la vista durante buena parte del día, y, en la noche, las estrellas, con la cercanía familiar que las distingue en la zona ecuatorial, despiden esa aura protectora, vigilante, que nos llena de sosiego al darnos la certeza, fugaz, si se quiere, pero presente en el reparador trecho nocturno, de que las cosas siguen su curso con la fatal regularidad que sostiene a los hijos del tiempo, a las criaturas sumisas al destino, a nosotros los hombres. La cantidad de facturas y memoriales de aduanas que encontré en la cala de la lancha y que el Capitán me obsequió para escribir este diario, único alivio al hastío del viaje, se están terminando. También el lápiz de tinta está llegando a su fin. El Capitán me explica que en la base militar, a donde llegaremos mañana, podré conseguir nueva provisión de papeles y otro lápiz. No me imagino solicitando ese favor, tan simple y tan candorosamente personal, al autoritario Mayor, cuya voz aún está presente en mis oídos. No sus palabras, sino el acento metálico, desnudo, seco como un disparo, que nos deja inermes, desamparados y listos a obedecer ciegamente y en silencio. Advierto que esto es nuevo para mí y que jamás había estado sujeto a una prueba semejante, ni en mi vida de marino, ni en mis variados oficios y avatares en tierra. Ahora entiendo cómo se lograron las arrolladoras cargas de los coraceros. Pienso si eso que solemos llamar valor no sea sino una entrega incondicional a la energía incontenible, neutra, arrasadora de una orden emitida en ese tono. Habría que meditarlo con más detenimiento.
Abril 14
Esta madrugada llegamos al puesto militar. Amarrado a un pequeño muelle de madera, el Junker se mece al impulso de la corriente. Ese avión de otros tiempos, con su lámina ondulada y su nariz pintada de negro, su motor radial y sus alas medio oxidadas, es una presencia anacrónica, una aparición aberrante que no sabré dónde colocar después en mis recuerdos. El puesto consta de una construcción paralela al curso del río, con tejado de zinc y paredes de tela metálica sostenida en bastidores. En el centro está la pequeña oficina de la comandancia, frente a la cual se alza un mástil con la bandera, en medio de un terraplén donde todo el día están barriendo los soldados que cumplen un castigo. En las dos alas de la construcción están las hamacas de la tropa y se distinguen pequeños cubículos para los oficiales con una hamaca cada uno. Nos salió a recibir un sargento que nos condujo a la comandancia. El Mayor nos acogió como si nunca nos hubiera visto. No fue cortés, ni sus modales castrenses han cambiado, pero ahora mantuvo una distancia y una indiferencia que, a tiempo que nos preserva del temor de despertar su inquina, también nos está indicando que la vigilancia no ha aflojado, sino que se aleja un poco para cubrir otras áreas de la diaria rutina del puesto.
Nos acomodaron en el extremo del ala derecha. El mecánico prefirió regresar a la lancha y dormir en su hamaca al lado del motor. Comimos con los soldados en una larga mesa colocada al aire libre, en la parte trasera del edificio. Un poco de pescado de río y la posibilidad de acompañarlo con cerveza me hicieron sentir ante un banquete imprevisto. Después de la comida, el soldado que viajó con nosotros vino a saludarnos. Encendimos unos cigarros que nos obsequió y los fumamos, más para espantar los mosquitos que por placer de saborear el tabaco que era muy fuerte. Le preguntamos por los presos que habían subido al Junker. Sin responder, miró hacia el cielo y bajó la mirada hacia el piso con una elocuencia que no necesitaba más explicaciones. Se hizo un breve silencio y luego comentó en tono que intentaba ser natural: "Las ejecuciones hacen ruido y hay que llenar muchos trámites. En cambio, así caen en la selva y el suelo es tan pantanoso que, con el impacto, ellos mismos cavan su tumba. Nadie pregunta más y la cosa se olvida pronto. Aquí hay mucho que hacer". El Capitán chupaba su cigarro mirando hacia la selva y palpaba su cantimplora como quien se asegura de tener consigo el conjuro de toda desgracia. No era para él novedad alguna esta manera sumaria de liquidar a los indeseables. En cuanto a mí, debo confesar que, después del primer escalofrío que me recorrió la espalda, muy pronto olvidé el asunto. Ahora que vuelvo a pensar en ello, me doy cuenta de que el sentido que se embota primero, a medida que la vida se nos va viniendo encima, es el de la piedad. La tan llevada y traída solidaridad humana que jamás ha significado para mí nada concreto. Se la menciona en circunstancias de pasajero pánico. Entonces pensamos más bien en el apoyo de los demás y no en el que nosotros podríamos ofrecerles. Nuestro compañero de travesía se despidió y nos quedamos un rato contemplando el cielo estrellado y la luna llena cuya perturbadora proximidad nos llevó a preferir el dormitorio y el reposo en nuestras hamacas. Le había pedido a nuestro amigo si podía conseguirme un poco de papel y un lápiz nuevo. Al rato llegó con ellos. Me explicó, con una sonrisa que no pude descifrar: "Se los envía mi Mayor y le manda decir que ojalá le sirvan para apuntar lo que debe y no lo que quiere". Era evidente que repetía el recado con fidelidad impersonal que lo hacía aún más sibilino. El silencio de la noche y la ausencia del motor, a cuyo ruido ya me había acostumbrado, me mantienen despierto por largo rato. Escribo para conciliar el sueño. No sé cuándo vamos a partir. Entre más pronto creo que será mejor. Este no es lugar para mí. De todos los sitios que me han acogido en este mundo, y que son tantos y tan variados que ya he perdido la cuenta, éste, sin duda, es el único en donde todo me es hostil, ajeno, cargado de un peligro con el cual no sé cómo negociar. Me prometo jamás volver a pasar por esta experiencia que maldita la falta que me hacía.