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Cuando arrancó el planchón fui a conversar con el mecánico para preguntarle cómo seguir el viaje. "No se preocupe -me dijo en su bárbara pero inteligible mezcla de lenguas-, vamos a los aserraderos. Yo soy el dueño de la lancha desde hace dos años. Cuando el Capi la compró, en la base del río grande, yo puse este motor que cuidaba desde hacía tiempo en espera de una oportunidad como ésa. Más tarde le compré la lancha, pero nunca quise que dejara su cargo. A dónde iba a ir y quién lo iba a recibir con esa manera de tomar que tenía. Esas órdenes que gritaba creo que le daban la impresión de seguir siendo el dueño y capitán de la lancha. Era un hombre bueno, sufría mucho, y quién iba a entenderlo mejor que yo. Él me llamó Miguel. Mi verdadero nombre es Xendú, pero no le gustaba. A usted lo respetaba mucho, y a veces se lamentaba por no haberlo conocido en otra época. Decía que hubieran hecho grandes cosas juntos". Miguel regresó a su motor y yo me quedé recostado en uno de los postes, mirando la corriente. Volví a pensar que nada sabemos de la muerte y que todo lo que sobre ella decimos, inventamos y propalamos son miserables fantasías que nada tienen que ver con el hecho rotundo, necesario, ineluctable, cuyo secreto, si es que lo tiene, nos lo llevamos al morir. Era evidente que el Capitán había tomado la determinación de matarse desde hace muchos días. Cuando dejó de beber era señal de que algo se había detenido dentro de él, algo que aún lo mantenía vivo y que se había roto para siempre. La charla que tuvimos la otra noche me regresa ahora con una claridad irrebatible. Estaba informándome sobre lo que tenía resuelto. No era hombre para decir, así, de repente: "Me voy a matar". Tenía el pudor de los vencidos. Yo no quise descifrar el mensaje o, mejor, preferí dejarlo oculto en ese recodo del alma en donde guardamos las noticias irrevocables, las que ya no cuentan con nosotros para cumplirse fatalmente. Pienso que debió agradecer mi actitud. Lo que me dijo era para ser recordado después de su muerte y perpetuarse con su memoria que, él lo sabía, me acompañaría siempre. Cuánta discreción en la manera de quitarse la vida. Esperó a que yo durmiera profundamente. Debió ser poco antes del alba. Era forzoso para él usar uno de los barrotes del toldo. Cualquier otra forma de acabar habría sido notada por todos. Ese pudor completa armoniosamente su carácter y me hace sentirlo aún más cercano, más conforme con cierta idea que tengo de los hombres que saben andar por el mundo entre el avieso y aturdido tropel de sus semejantes. Más pienso en él, más advierto que llegué a conocer prácticamente todo sobre su vida, su manera de ser, sus caídas y sus encontradas ilusiones. Me parece haber conocido a sus padres: la madre, piel roja cerril y leal a su hombre; el padre, perdido en el sueño del oro y en la inalcanzable felicidad. Veo a la gorda patrona del burdel de Paramaribo y escucho su risa gozadora y sus pasos de plantígrado sensual. Y la china. Para mí, la más familiar de sus criaturas. Mucho habría que decir sobre ella y sobre su abandono en la gran cloaca de Sankt-Pauli. Fue una manera de iniciar su muerte, de comenzar a construirla dentro de sí con paso irremediable, con una mutilación sin cura posible. No consigo dormir. Toda la noche doy vueltas en la hamaca recordando, meditando, reconstruyendo un inmediato pasado en el que recibí dos o tres enseñanzas que han de señalar para siempre mis días por venir. Tal vez aquí comience mi muerte. No me atrevo a pensar mucho en esto. Prefiero que todo trate de ordenarse solo de nuevo. Por ahora, lo importante es regresar al páramo y acogerme a la protección arisca y salutífera de Flor Estévez. Ella hubiera entendido tan bien al Capi. O quién sabe, tiene un olfato muy aguzado para descubrir a los perdedores y no suelen éstos ser su género. Qué complicado es todo. Cuántos tumbos en un laberinto cuya salida hacemos lo posible por ignorar y cuántas sorpresas y, luego, cuánta monotonía al comprobar que no han sido tales, que todo lo que nos sucede tiene el mismo semblante, idéntico origen. El sueño no vendrá ya. Iré a tomar un café con Miguel. Ya sé a dónde conducen estas elucubraciones sobre lo irremediable. Hay una aridez a la que es mejor no acercarse. Está en nosotros y es mejor ignorar la extensión que ocupa en nuestra alma.

Junio 18

Recurro ahora a unas cuartillas de papel de carta con membrete oficial que el Capitán guardaba en un cajón con otros papeles relacionados con la lancha y con trámites aduanales. Me doy cuenta que me cuesta trabajo continuar este diario. En alguna forma, difícil de establecer, buena parte de lo que he venido escribiendo estaba relacionado con su presencia. No que pensara en ningún momento que él iría a leerlo alguna vez. Nada más lejano a ese propósito. Es como si su compañía, su figura, su pasado, su manera de subsistir al margen de la vida, me sirvieran de referencia, de pauta, de inspiración, para decirlo de una vez a pesar de tanta necedad que esa palabra ha tenido que arrastrar en manos de los sandios. Lo que ahora registro en estas páginas, al estar relacionado exclusivamente conmigo y con las cosas que veo o los hechos que suceden a mi lado, adolece de un vacío, de una falta de peso, que me hace sentir como un viajero de tantos en busca de experiencias nuevas y de emociones inesperadas, o sea, lo que mueve mi rechazo más radical, casi fisiológico. Pero, por otra parte, es evidente, también, que me basta recordar algunas de sus frases, de sus gestos, de sus órdenes desorbitadas, para hallar de nuevo el impulso que me permite seguir emborronando papel. Anoche tuve, por cierto, un sueño revelador, tan rico en detalles, en volumen, en coherencia, que seguramente saldrá de él la subterránea energía para continuar con este diario.

Estaba con Abdul Bashur en un muelle de Amberes -que él pronuncia siempre en flamenco: Antwerpen- y nos dirigíamos a visitar el carguero cuya custodia iba a confiarme. Llegamos frente al buque que lucía como nuevo, recién pintado, con todas sus pasarelas y tuberías refulgentes y netas. Subimos por la escalerilla. En cubierta, una mujer restregaba el piso de madera con una energía y una dedicación inquietantes. Sus formas rotundas se ponían en relieve cada vez que se agachaba para raspar una mancha rebelde al cepillo. La reconocí al instante: era Flor Estévez. Se incorporó sonriendo y nos saludó con su brusca cordialidad de siempre. Algo dijo a Abdul que me indicó que ya se conocían. Se volvió luego para decirme: "Ya casi terminamos. Cuando salga del puerto este barco, será la envidia de todos. En la cabina hay café y alguien los está esperando". Llevaba la blusa desabrochada. Sus pechos asomaban casi por completo, morenos y abundantes. Con cierto pesar la dejé en cubierta y seguí a Bashur a la cabina. Cuando entramos, estaba allí el Capitán, al pie del escritorio, en donde se amontonaban en desorden papeles y mapas. Tenía la pipa en la mano y nos saludó con un apretón vigoroso y corto con algo de gimnástico. "Bueno -comentó mientras se rascaba la barbilla con la mano que tenía la pipa -aquí estoy de nuevo. Lo que pasó en el planchón fue apenas un ensayo. No resultó. Aquí hemos trabajado muy duro, y ya sea que se venda o que resolvamos operarlo nosotros, la compra del barco ha sido un negocio brillante. La señora piensa que sería mejor que nos quedásemos con él. Yo le dije que ya se vería qué opinaban ustedes. Por cierto, Gaviero, que lo está esperando con una ansiedad muy grande. Trajo las cosas que dejó en el páramo y no estaba segura si faltaba algo". Le expliqué que ya la habíamos visto. "Vamos entonces -prosiguió-, quiero que le den una mirada a todo". Salimos. Empezó a oscurecer muy rápidamente. El Capitán iba adelante para indicarnos el camino. Cada vez que se volvía yo notaba que su rostro iba cambiando, que una tristeza y una mueca desamparada se fijaban con creciente evidencia en sus facciones. Cuando llegamos al cuarto de máquinas, advertí que cojeaba ligeramente. Tuve entonces la certeza de que ya no era él, que era otro a quien seguíamos y, en efecto, cuando se detuvo a mostrarnos la caldera, nos hallamos frente a un anciano, vencido y torpe, que musitaba con palabras estropajosas algunas explicaciones deshilvanadas que nada tenían que ver con lo que señalaba su mano temblorosa y mugrienta. Abdul no estaba ya conmigo. Un viento helado entró por las escotillas meciendo el barco cuya solidez e imponencia habían desaparecido. El anciano se alejó hacia una escalera que descendía a las profundidades de la cala. Yo me quedé ante un destartalado amasijo de fierros, bielas y válvulas que debían estar fuera de uso hacía muchísimo tiempo. Pensé en Flor Estévez. Dónde estaría. No podía imaginarla vinculada a la sórdida ruina que me rodeaba. Corrí hacia cubierta con afán de encontrarla, tropecé en un escalón que cedió a mi paso y caí en el vacío.

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